Uno olvida la magia de los prodigios cuando estos se vuelven cotidianos. Llamar desde un aparato que se lleva en el bolsillo a un amigo que vive a 12.000 kilómetros de distancias resulta hoy banal, cuando no deja de ser asombroso. De la misma manera, acudir a votar para expresar la opinión propia y elegir al futuro gobierno del país es un acto al que algunos incluso renuncian por aburrido o inútil, cuando ha costado millares de vida tener el derecho a ejercerlo.
Quienes han vivido bajo la dictadura recuerdan bien la lucha para lograr poder hacer oír la voz de todos. Las persecuciones sufridas por ello; lo lejano, casi imposible, que parecía llegar un día a poder disfrutar de la libertad de elegir, aunque fuera equivocadamente, a nuestros gobernantes. La democracia puede saber a poco cuando se vive cada día, pero sin ella la vida es aún más amarga. Y el voto es el músculo que la sostiene. Si no se ejercita, se atrofia. Que conste.