Marca España: el tiro por la culata

Lunes, 25 Julio 2016 11:53
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Cuando uno se va a vivir fuera de España debería organizársele un funeral simbólico porque, a todos los efectos, es como si hubiera muerto. En un país que funciona a base de conversaciones de bar y almuerzos, la ausencia es letal. Sin embargo, estar muerto tiene sus ventajas: pone una distancia que puede ayudar a percibir mejor algunos rasgos de la vida nacional que suelen pasar desapercibidos en medio del ruido social, político y mediático. Y la sociedad española es ruidosa como pocas.

Viviendo en París, por ejemplo, llama la atención al leer la prensa española que la mayoría de los medios centren sus noticias en lo que políticos, empresarios, deportistas o artistas dicen. Que alguien diga que va a hacer algo, es noticia. El seguimiento de ese “algo” a hacer parece no importarle después a nadie. Y cuando llega inevitablemente la hora de hacer balance, de nuevo son las interpretaciones de los datos realizadas por cada implicado las que protagonizan la información. Como si fuera imposible y hasta irrelevante acercarse a una mínima objetividad en los hechos y cifras. Por eso, cuando se comparan las informaciones de medios de comunicación rivales, uno tiene la sensación no ya de que informan desde perspectivas ideológicas y políticas diferentes, sino de que están hablando de realidades y países distintos. No es que haya diversidad de enfoques, es que sólo existe la mirada (la opinión) porque el objeto mirado (la realidad), simplemente desapareció del mapa informativo.

En ese contexto, no tiene nada de extraño que el gobierno de Mariano Rajoy haya hecho tanto hincapié en los últimos años en la idea de la Marca España. En un mundo de marketing, de miradas, lo que importa es la imagen. Que luego el producto encoja cuando se lava, sea cancerígeno o esté producido en remotas fábricas asiáticas por trabajadores esclavizados, no importa. Se trata de sacar provecho y para ello lo que cuenta es la sonrisa, el ruido, el parloteo de los medios acerca aquello que se vende y, sobre todo, acerca del vendedor.

Ahí es donde estar muerto, vivir fuera del suelo patrio, resulta tan útil: uno se ahorra el martilleo propagandístico de la tele, no tiene que tragarse como aperitivo en el bar la colección de sandeces del pregonero de barra, ni participa en esas discusiones en las que todo el mundo habla a la vez y a gritos y resulta imposible comunicarse. Uno está lejos y los árboles cotidianos no le ocultan el bosque. Y lo que uno ve es que el bosque es grande y está muy maltratado.

PAN Y TOROS. Hay que reconocer que esa tendencia a engatusar al público con propaganda y espectáculo, no es nueva, ni en la Historia de la Humanidad, ni en la de España en particular. Una vieja expresión española, “Pan y toros” (versión castiza del “Pan y circo” de los emperadores romanos), lo resume perfectamente: un sustento mínimo y un espectáculo que lo distraiga son las herramientas con que el poder domestica al pueblo. Con ellas se vendan los ojos para hacerlos ciegos ante la incompetencia del Gobierno y ante los verdaderos problemas del país.

En el siglo XVIII, el ilustrado León de Arroyal, el primero que se atrevió a proponer que España se dotara de una Constitución democrática, arremetió contra esa manera de gobernar en un célebre panfleto, conocido precisamente como Pan y toros, donde repartía mandobles tanto contra los ineficaces gobernantes como contra los súbditos dóciles, y hablaba de una España “débil, sin población, sin industria, sin riqueza, sin espíritu patriótico y aun sin Gobierno conocido”. Unas palabras que hacen eco con la crisis en la España actual, donde el modelo productivo ha hecho quiebra, con el reventón de la burbuja inmobiliaria, dejando al descubierto su fragilidad industrial y su dificultad para crear riqueza verdadera, no sólo de papel, y obligando a cientos de miles de españoles a buscar fortuna fuera del país. Y todo ello bajo un gobierno que ha pasado de la inoperancia a la inexistencia.

La Marca España con la que el gobierno del PP ha querido enmascarar la catástrofe de su gestión ante sus propios ciudadanos, so capa de vender la imagen de España a la comunidad internacional, parece responder a la divisa “Pan y fútbol” o “Pan y tele”, parafraseando la clásica. Obviamente, la televisión puede ser una ventana abierta al mundo, el fútbol un deporte entretenido que no tiene el carácter sangriento de los toros y mucho menos del circo romano, y no hay nada que reprocharle al pan, tan sabroso. El problema está en el mal uso que se hace de todo ello.

Pan rancio y espectáculo embrutecido ha sido siempre la fórmula para mantener a los ciudadanos por debajo del umbral de ciudadanía, que está determinado por la dignidad y el conocimiento. Pero lo interesante es que en estos tiempos de aceleración histórica, las viejas fórmulas ya no tienen la eficacia de antes. Por eso, paradójicamente, la campaña de la Marca España se ha vuelto contra el gobierno que la ha puesto en marcha.

¿Cuáles han sido los argumentos de esa Marca España? De un lado, la insistencia en el crecimiento económico y la innovación, de otro en la calidad y capacidad competitiva de los productos españoles, con el deporte como estandarte. Y enmarcando ambos, la idea de que en España se saben hacer las cosas de otra manera, más viva, más eficaz, más decidida. Sin embargo, a la hora de difundirla no parece que los círculos del poder, tan acostumbrados históricamente en España a mandar sin apenas oposición, hayan tenido en cuenta hasta qué punto las nuevas tecnologías modifican las pautas de la vida colectiva.
Porque la imagen de la realidad no se reduce a la página web del Alto Comisionado del Gobierno para la Marca España (que, dicho sea de paso, es un cargo digno de aparecer en Los viajes de Gulliver). La realidad, en la era virtual, tiene la insidiosa manía de filtrarse a través de las redes sociales, de los cada vez más numeroso medios de comunicación alternativos, de expresare pluralmente por los mil poros de una sociedad cada vez más porosa.

Y la realidad que se filtra más allá de la web del Comisionado son las condiciones salariales deterioradas al extremo que un sueldo miserable por un trabajo temporal y sobreexplotado se convierte en el sueño de millones de personas para escapar aunque sea por un momento a ese paro que sobrepasa el 20% de la población activa, el 45% en el caso de los menores de veinticinco años, y con subsidios recortados. Es el apoyo millonario a clubes que tienen más de especuladores financieros e inmobiliarios que de deportivos, mientras se quitan millones a la educación y la sanidad públicas. Son las televisiones cuya programación está dominada por programas-basura que ofrecen un espectáculo de satisfecha ignorancia y brutalidad, mientras la información en la televisión pública parece dictada directamente desde la secretaría de la presidencia de Gobierno.

ESPAÑA, CAPITAL: PANAMÁ. Por eso, lo que llega a Lisboa cuando se habla de España es, por ejemplo, la catarata de casos de corrupción de cargos públicos españoles, cuyo triste ranking encabeza el PP. Y los lisboetas que se tomaban el 3 de junio de 2014 una cerveza junto a la plaza de Comercio, en el café donde Pessoa y Saramago escribieron parte de sus obras, pudieron contemplar el ondear en esa misma plaza de banderas republicanas españolas, reflejo de las que ondeaban en España tras la abdicación del rey Juan Carlos I, cuyas andanzas africanas y finanzas opacas han sido motivo de comentario, cuando no de choteo, en la prensa europea.

Y no es que la corrupción sea algo ajeno a Portugal, Francia o Italia, estos son tiempos corruptos como bien han demostrado “los papeles de Panamá” y afectan al planeta entero, porque la corrupción está en el corazón mismo de la globalización. Lo que sucede es que el nivel que ha alcanzado en España es de campeonato. De la Corona hasta el más pequeño municipio, el latrocinio se ha hecho regla. Y eso se ve. Mucho.

Por más triunfos deportivos que España logre, y los ha conseguido sonados, por mucho que en el supermercado la vecina lisboeta entusiasta del tenis te salude dándote las últimas noticias de Rafa Nadal, que es su ídolo, la crisis institucional que vive el país y la expatriación de fortunas perpetrada por la élite española, para la cual la capital del país no parece ser Madrid, sino Panamá, están en mente de todos, y en cualquier conversación con amigos o colegas periodistas portugueses sólo te preguntan: ¿tú cómo ves lo de España? Como quien se inquieta por la salud de un pariente enfermo. La Marca España es el apresurado vendaje que trata de ocultar los desgarros de un país herido.

Y lo que esa herida supura huele mal desde lejos. Los sucesivos informes de los relatores de la ONU denuncian la pasividad oficial a la hora de perseguir el uso de la tortura por miembros de las fuerzas del orden. Y la llamada Ley Mordaza, que restringen la posibilidad de acreditar las malas conductas policiales, no hace sino reforzar esa impunidad represiva. España ha vuelto a tener sindicalistas presos, y hasta un par de pobres titiriteros fueron a dar con sus huesos en la cárcel porque el odio ideológico no le permite a la derecha enterarse de lo que es una obra de creación (buena o mala, es lo de menos). Se habla de innovación, pero la reducción de la inversión en ciencia y tecnología empuja a emigrar a miles de universitarios, embajadores de hecho de la realidad del país frente a los discursos triunfalistas. Y los recortes draconianos en cultura, particularmente en el presupuesto del Instituto Cervantes, vienen a ser la prueba de cargo contra esta concepción de la Marca España. Porque si se trata de vender España al mundo, de promocionar nuestra identidad y capacidad, ¿cómo se puede reducir a un estado anémico a la institución que lleva nuestra lengua y cultura a los demás países?

Quienes hemos visitado institutos Cervantes en ciudades como Rabat, Lisboa, Nueva York, París, Milán o Moscú hemos asistido al milagro de ver cómo sus directores y trabajadores consiguen mantener a duras penas su actividad en medio de una verdadera indigencia. Una situación que en vez de remediar lleva al gobierno a la peregrina idea de que esos institutos deben ser autosuficientes. El becerro de oro de nuestra época es sin duda la rentabilidad.

MARCADOS POR ESPAÑA. A quienes asisten desde el extranjero al espectáculo de deterioro político e institucional de España, a su pleamar de corrupción, a la degradación de las condiciones sociales de sus ciudadanos, la famosa Marca tiene poco que decirles.

Sin embargo, esa España real que no entra en la Marca, sino que más bien está marcada a fuego por las decisiones políticas del gobierno, es la que sí ha terminado por ofrecer al mundo la imagen de una España más viva, creativa y decidida con su capacidad de movilización ciudadana. La plaza de la République en París es ahora la nueva Puerta del Sol de los indignados, importando el modelo del movimiento madrileño del 15-M, que ha despertado simpatías en toda Europa. En las calles de Lisboa se ven carteles de actos en los que participan representantes políticos de Podemos. Y el ascenso de la nueva izquierda en España es seguido con atención por las principales voces internacionales del pensamiento alternativo, de Noam Chomsky a Julien Assange.

Y es que uno, que vive fuera como tantos españoles han tenido que hacerlo de mejor o peor grado a lo largo de nuestra Historia, no puede dejar de pensar que esto de la Marca España no es sino otro episodio de patrioterismo de ese sector reaccionario del país que violenta desde hace tanto la vida en común con su intransigencia. Un dato para avalarlo: más del 50% de los votantes del PP nacieron antes del año 1961. El peso sociológico del franquismo y sus delirios sigue ahí. Pero el país ha cambiado. Por eso, en esta mascarada el tiro les ha salido por la culata.

José Manuel Fajardo

*Esta crónica ha sido publicada en el número de julio/agosto de 2016 de la revista TintaLibre. Link a la revista: http://www.infolibre.es/noticias/tinta_libre/2016/06/29/la_farsa_marca_espana_tinta_libre_verano_51857_1042.html

 

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