Hoy, 1 de octubre de 2017, en las calles de Cataluña el gobierno de España ha herido de muerte a la Constitución de 1978. De ahora en adelante, ésta continuará vigente con la inercia de un zombi. Falta por saber cuánto durará su duelo de muerto viviente y qué precio habrá que pagar hasta que España se dote de una nueva Constitución que responda a la realidad de la sociedad española, la de hoy, no la de la Transición, y permita la libre y voluntaria convivencia de todos sus ciudadanos en todos sus territorios.
El referéndum de Cataluña es claramente un referéndum ilegal, convocado de manera irregular y con una grave falta de garantías (que el gobierno español se ha encargado que sea absoluta al impedir cualquier forma de verificación). La votación que se quería celebrar hoy era pues un acto sin consecuencias jurídicas, sin valor legal alguno: es la mera expresión de opinión de una gran parte de la sociedad catalana en un país cuya Constitución teóricamente defiende la libertad de expresión. Una vez celebrado el referéndum ilegal, a los tribunales les correspondería juzgar los posibles delitos de prevaricación y malversación o desvío de fondos públicos en que hubieran podido caer quienes lo organizaron siendo plenamente conscientes de su carácter ilegal.
Hasta ahí, la reacción ante la convocatoria del referéndum ilegal habría sido lógica y legítima. Y la participación en él de la ciudadanía no pasaría de una mera manifestación de opinión. Pero el gobierno del PP, con el apoyo del PSOE y de esa rémora que lleva pegada llamada Ciudadanos, ha optado por una acción que puede ser legal, por venir respaldada por organismos judiciales, pero que es clamorosamente ilegítima porque dinamita la base de convivencia de todos los españoles y las garantías que la Constitución debe proteger: además de amenazar con castigar a los organizadores del referéndum, el gobierno ha decidido reprimir a los ciudadanos, arrebatarles urnas y votos, expulsarlos de los lugares de voto, usar la fuerza para impedir violentamente que manifiesten su opinión. Porque de eso se trataba realmente hoy: de manifestar una opinión que, por las decisiones judiciales adoptadas, carecía de cualquier trascendencia legal.
Si lo que votaran hoy los catalanes no tenía fuerza legal, ¿para qué entonces el despliegue de represión preventiva montado por el gobierno? ¿Por qué enviar la policía contra los votantes este 1 de octubre? La respuesta no puede ser más desoladora: porque no se trata de impedir la proclamación unilateral de independencia de Cataluña, sino de impedir que se vea cuál es el respaldo que la opinión pública catalana da a la reclamación de reformular la relación de Cataluña con el resto del Estado español. El gobierno de España no está reprimiendo un delito de sedición, está reprimiendo la libertad de expresión de los ciudadanos catalanes. Y la libertad de expresión es uno de los valores supremos que en teoría debe consagrar la Constitución.
Pero cuando una Constitución niega el derecho de expresión al 80% de los ciudadanos de una de las comunidades que forman parte del Estado, esa Constitución ha perdido su razón de ser, ya no es la norma que permite convivir a los ciudadanos sino un instrumento para reprimir a buena parte de ellos.
El verdadero problema que el PP no quiere afrontar y sobre el que se niega a negociar es la necesidad de un nuevo encaje de carácter federal o confederal de los territorios del Estado en la Constitución. Y es su negativa a esa negociación la que ha llevado la situación a estos extremos. El 80% de los catalanes (independentistas y no independentistas) quiere poder mostrar cuál es su voluntad sobre ese problema y el gobierno de España se lo impide por la fuerza. Es un problema histórico irresuelto y, como todos los problemas cuya existencia se niega, el paso del tiempo no hace sino agravarlo. Un problema político al cual el gobierno no ha dado una respuesta política sino policial, una respuesta autoritaria.
El colmo de ese autoritarismo ha sido la actuación del Tribunal Constitucional, órgano judicial que debe velar por el respeto a la Constitución de las normas legales y que se ha convertido, por obra de la reforma de sus funciones decretada por el PP, en un órgano más de represión del Estado, una especie de guardia civil judicial que no sólo dicta sentencias sobre la constitucionalidad de las normas sino que impone castigos. Una aberración legal y, sobre todo, una aberración política que demuestra que la Constitución ha dejado de ser la casa de todos para convertirse en la jaula donde todos estamos encerrados. Y es el gobierno de España, con la ayuda de un Tribunal Constitucional manipulado y moldeado a la medida de los intereses del PP, quien ejerce de carcelero.
En una democracia, una Constitución que deja de ser norma de convivencia para transformarse en arma de represión pierde su sentido político. Y es el sentido político el acto fundacional que hace entrar en vigor a las constituciones. El ordenamiento legal es consecuencia de aquél, no al revés.
Hoy, 1 de octubre de 2017, en las calles de Cataluña el gobierno de España ha herido de muerte a la Constitución de 1978. De ahora en adelante, ésta continuará vigente con la inercia de un zombi. Falta por saber cuánto durará su duelo de muerto viviente y qué precio habrá que pagar hasta que España se dote de una nueva Constitución que responda a la realidad de la sociedad española, la de hoy, no la de la Transición, y permita la libre y voluntaria convivencia de todos sus ciudadanos en todos sus territorios. Pero si esto no llega a suceder, este 1 de octubre no marcará sólo la fecha de caducidad de la Constitución del 78, será también el día en el que el autoritarismo, la torpeza y la cobardía política de Mariano Rajoy empujaron a la mayoría de los catalanes en brazos del independentismo.
El juego de amenazas y maniobras orquestado alrededor del referéndum independentista de Cataluña sirve de cortina de humo para evitar el verdadero debate que esa iniciativa plantea. Aun en el caso de que en esta ocasión el referéndum no se llegue a celebrar o se celebre y salga un no a la independencia, el hecho es que casi la mitad de la población de Cataluña está hoy por desconectarse del Estado español, algo que al parecer no preocupa al gobierno del PP porque solo desde la despreocupación puede plantearse como respuesta a las reclamaciones independentistas que la única opción es dejar la estructura autonómica del Estado tal y como está. La fórmula de “estas son lentejas, las tomas o las dejas” se convierte, en la versión de la derecha española, en “estas son lentejas y las tomas a la fuerza”.
Las invocaciones al artículo 155 de la Constitución que permite al gobierno hacerse con el control de una autonomía y a la posible intervención del ejército no son gratuitas, forman parte del juego de amenazas y de la preparación psicológica de la población, planteando opciones radicales que luego el gobierno dice que no va a emplear, pero que quedan ya en el horizonte de lo posible, caso de que finalmente se requiera usarlas.
En buena lógica, si la mitad de una comunidad autónoma proclama su deseo de independizarse, más allá de lo acertado o no de esa independencia lo que se está planteando es que el modelo actual de convivencia diseñado por la Constitución está en crisis. Y cuando en política un orden constitucional se manifiesta incapaz de dar cobijo a la diversidad de la nación, lo normal es cambiar la Constitución, no imponer ese orden por la fuerza (ya sea judicial, policial o militar) a quienes no se sienten amparados por él.
El referéndum de Cataluña no es el verdadero problema que España tiene que enfrentar sino el síntoma del problema que debería discutirse y sin cuya resolución el independentismo no sólo no va a desaparecer sino que puede terminar imponiéndose a la larga: el monopolio de lo español por la derecha centralista más conservadora y la necesidad de un nuevo pacto de convivencia entre todas las naciones que componen el Estado español. Negar la existencia de ese problema es como tapar una olla a presión y dejarla al fuego indefinidamente, una apuesta por el estallido.
Históricamente, el Estado español fue resultado de una asociación de reinos con momentos conflictivos, en la que las legislaciones de los diferentes reinos fueron mantenidas en lo esencial hasta la llegada de los Borbones a principios del siglo XVIII. La abolición de los fueros y la importación del centralismo francés por parte de la nueva dinastía están en el origen mismo de la permanente tensión independentista vivida por el país desde el siglo XIX. A la cual contribuyó no poco la desaparición del imperio, pues la independencia de territorios que se consideraban parte de España, como Cuba, fue vista por los independentistas de los territorios peninsulares como prueba de la posibilidad y legitimidad de sus aspiraciones (baste recordar las fotos del líder independentista vasco Sabino Arana vestido con el uniforme de los mambises cubanos).
El intento de resolver esa tensión, durante la Segunda República, mediante estatutos de autonomía, fue abortado por la guerra civil. Y la larga noche del franquismo supuso la imposición de la peor versión del centralismo mediante una política de terror que tiñó de sangre la palabra España, siempre en boca del dictador y de sus voceros, y supuso la negación violenta de la identidad de las diferentes naciones integradas en el Estado.
Sin entrar en el debate de si habría sido posible una Transición Política distinta de la que se dio tras la muerte de Franco, lo cierto es que en ese momento se recuperó la idea de las autonomías como fórmula para dar expresión a esa diversidad histórica del Estado español negada radicalmente durante la dictadura. Como en tantos otros aspectos, la fórmula constitucional de las autonomías obvió la experiencia de las cuatro décadas de franquismo, tendiendo un puente directo con el fracasado intento autonómico de la Segunda República. Como si la erosión de la idea de España causada por su uso totalitario no hubiera existido. Como si lo vivido en esas décadas no pesara sobre la mentalidad de los españoles de 1978. Como si el miedo acumulado por el recuerdo de la guerra civil y los cientos de miles de desaparecidos del franquismo no fuera un condicionante mayor. Como si no pesara sobre la voluntad de la nación la voluntad armada de un ejército que seguía siendo franquista.
Que la solución autonómica fue una opción transitoria de mínimos, en vez de una verdadera solución al problema de las tensiones independentistas y de la necesidad de un nuevo pacto de convivencia, quedó claro con el golpe de Estado del 23-F, poco más de dos años después de la aprobación de la Constitución, cuyo fracaso militar fue acompañado del “triunfo” golpista de limitar la interpretación constitucional del desarrollo de las autonomías. El miedo de nuevo impuso una versión aún más restringida del modelo autonómico.
Cuarenta años después de su aprobación, el proceso independentista catalán muestra hasta qué punto el modelo autonómico está en crisis y es incapaz de lograr una verdadera estabilidad respecto de los dos territorios históricos cuya identidad nacional fue más sistemáticamente combatida durante el franquismo: el País Vasco y Cataluña.
¿Que los dirigentes independentistas catalanes son unos irresponsables o unos corruptos o unos ineptos? Esa no es la cuestión. Tampoco lo es si los irresponsables, los corruptos o los ineptos lo son los miembros del gobierno español. No se trata de una cuestión de individuos, aunque el carácter y la formación de esos individuos juegan un innegable papel en la manera concreta en que se plantea el problema. Pero, por una vez, habría que pensar en términos que no sean “ad homine”, que no pasen por el insulto y la descalificación.
España tiene un problema histórico pendiente. Después de más de doscientos años de convivencia marcada por la imposición de la visión centralista y muchas veces totalitaria de la derecha conservadora española, hace falta renovar el pacto de convivencia. Salir de la España propiedad de una sola visión (la del conservadurismo español) y entrar en una España resultante de la libre expresión de la voluntad de todas sus naciones de convivir en un nueva marco constitucional que respete sus identidad y no privilegie una opción ideológica. Un nuevo pacto de convivencia. Esa sería la respuesta sensata de un gobierno que lo fuera de todos los españoles y no sólo de aquellos que tienen una ideología conservadora: reconducir la iniciativa de Cataluña hacia el debate de un nuevo marco federal o incluso confederal del Estado. Aceptar que hay que cambiar el marco constitucional porque en el que tenemos ya no cabemos todos: hay millones de catalanes que lo están diciendo a gritos. Alemania es un estado federal. Suiza es un estado confederal. Son naciones sólidas. No hay razón para que España no pudiera serlo también. Lo único es que dejaría de ser propiedad del PP y pasaría a serlo de todos los españoles sin exclusiones. Ya va siendo hora.
El Partido Popular ha hecho del homenaje a Miguel Ángel Blanco, asesinado por ETA en 1997, una acto de acoso contra la alcaldesa de izquierdas de Madrid, Manuela Carmena. Fundado y presidido hasta su muerte por el ex ministro franquista Manuel Fraga, el PP reproduce fielmente dos patrones ideológicos del fascismo español: la apropiación de la identidad española, que convierte en antiespañol a quien se aparta de su visión de la patria, y la apropiación excluyente del luto.
Habla de víctimas del terrorismo, pero exige trato especial para sus muertos y hace un uso patrimonial del duelo. Como dio el franquismo trato especial a los suyos, levantando el Valle de los Caídos y arrojando a cientos de miles de ejecutados republicanos a fosas comunes clandestinas por toda España. Se entiende bien por qué al PP le preocupa tanto una pancarta por su concejal muerto y tan poco desenterrar a las víctimas del régimen del que proviene.