En la contabilidad del Estado, el valor menos cotizado es la cultura. Cuando hay bonanza, museos, exposiciones, congresos y conciertos se convierten en testimonios del buen gusto, sensibilidad y altura de miras de los gobernantes. Todo ello aderezado de discursos que ponderan el valor de la cultura para hacer avanzar a los pueblos.
Pero cuando llega la crisis, es la partida de la cultura la primera que se sacrifica. Prueba de que los discursos de antaño sólo eran excusas, pues si no ¿cómo comprender que algo tan fundamental para el desarrollo de los pueblos se arroje por la borda a la primera de cambio? Esa hipócrita manipulación de la cultura tiene sus víctimas: la inteligencia colectiva, la posibilidad de soñar, la recompensa del placer estético en tiempos difíciles y buenas iniciativas, como el Festival Don Quijote de París, que se ven obligadas a sobrevivir luchando contra el viento adverso de las subvenciones.
Protestar en los parques o en las calles es un derecho que Occidente y Estados Unidos en particular están dispuestos a imponer en otros países si hace falta a cañonazos. Gadafi y Sadam Hussein lo aprendieron con sangre. Para defender el derecho de los ciudadanos a instalar su protesta en la calle se arrasan países, se bombardean ciudades, se arruinan economías y se mata a miles de personas. Para que puedan protestar sin límites (los que sobrevivan).
Pero hay gente en Occidente que no sabe valorar la estricta pedagogía democrática del poder. Y se indigna. Y se atreve a ocupar Wall Street (con lo ocupados que están los banqueros ahora). Y altera el orden. Con lo que costó reducir a ruinas a Sirte o a Bagdad. No aprecian el esfuerzo. Por eso hay que sacarlos de los jardines del parque Zuccotti de Nueva York, donde han acampado llenándolo todo de tiendas y sacos de dormir como si en Occidente hiciera falta protestar en los parques.
Cuando no se busca no se ve. Esa es la forma más eficaz de ceguera. Una ceguera blanca en la que cada cual adivina la luz que le conviene. La policía alemana ha desmantelado un grupo terrorista neo-nazi que había cometido, por los menos, diez asesinatos durante los últimos trece años. Por lo menos. Un tiempo de impunidad desmesurado en un país abanderado de la eficiencia y de la eficacia antiterrorista en particular.
Del otro lado del atlántico, llega la noticia de que muchos de los candidatos republicanos a las próximas elecciones en Estados Unidos defienden el uso del waterboarding, el ahogamiento con agua durante los interrogatorios. Es obvio que la policía alemana no supo ver a terroristas en los enemigos de los emigrantes turcos, como es obvio que los candidatos republicanos no saben ver tortura en esa agua que asfixia a los presuntos terroristas islámicos interrogados. El ojo ve lo que le dejan ver los prejuicios.