Hace mil once años, un vikingo se anticipó en cinco siglos al viaje de Colón que hoy se conmemora. Leif Eiriksson fue el primero en poner nombre al Nuevo Mundo. Lo llamó Vinland. Es decir, “tierra de viñedos”. Por las vides salvajes que encontró en lo que ahora es frontera entre Canadá y los Estados Unidos. Y porque los bárbaros sabían apreciar el placer civilizador del vino. También el de la escritura, como prueba la saga que narra su peripecia.
Tras el “Descubrimiento”, a América viajaron el arte de hacer vino y la lengua española. Cinco siglos después, a las vides silvestres americanas, inmunes a la filoxera, debemos la salvación de los viñedos europeos, injertados hoy sobre raíces de aquéllas. Y del imaginario de América Latina fueron llegando textos que han hecho definitivamente universal a la literatura en lengua española. Cosecha tras cosecha. En el mundo ya no se escribe igual después de Borges y García Márquez.
Las agencias de calificación juzgan a bancos y naciones, ahora también a autonomias, diputaciones y ayuntamientos. Incluso a los Estados Unidos, país que se atribuye el privilegio de ser juzgador universal pero impune ante el resto del planeta. Será seguramente porque la verdadera primera potencia mundial no es una nación con fronteras políticas sino un poder económico sin fronteras: el del capital. Un dios idiota que reina en el centro del caos, como definía Lovecraft en sus relatos al monstruoso dios Azathoth.
Pero hay que ser muy ciego (o estar decidido a serlo) para no ver que su idiocia es sólo respecto del interés general. Que sus opiniones envenenan la vida económica y perjudican a la mayoría para provecho de algunos. Que el caos que crean es donde medran astutos los especuladores. Las agencias contribuyeron a provocar la crisis y ahora la agravan. ¿A qué se espera para regularlas y poner coto a su poder tóxico?
¿Qué pasaría si, al igual que se dedica tanto espacio a los modelos, con sus galerías de fotos, se dedicaran en la prensa virtual páginas y páginas a una amplia y variada representación de escritores y se reprodujeran algunos de sus relatos, para que los lectores pudieran disfrutarlos o descubrirlos? ¿Qué pasaría si se hablara de autores que van más allá del gusto mayoritario y se diera espacio a los libros, más allá de los suplementos?
A lo mejor el mundo literario conseguiría escapar a la imparable decadencia de la endogamia, esa coyunda incesante en los medios de comunicación de los grupos editoriales que hablan de, para, entre y sobre sus propios autores, con una especie de autismo grupal donde no caben ni el verdadero debate ni los otros. Porque el mundo literario es más grande que las siglas de una Sociedad Anónima. A la literatura no la pueden matar las nuevas tecnologías sino la propia mezquindad de los mercaderes.
(HOY, además, "Fuera de juego" publica la reseña del libro La belleza bruta, de Francisco Font Acevedo)