Bitácora de lectura

Bitácora de lectura (6)

2014: Un año, doce lecturas

Domingo, 28 Diciembre 2014 19:26
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Me gusta leer al dictado de mis impulsos y mis necesidades, no al de las novedades editoriales. Por eso, al hacer el balance de mis lecturas en este año 2014 que se va, me doy cuenta que buena parte de los libros que he leído a lo largo de estos doce meses llevan ya años publicados. En algunos casos, se trata de relecturas. En otros, de descubrimientos personales: esos libros me han llegado cuando tocaba que me llegaran, no cuando lo ha dictado el mercado. También hay libros recientes. En esto, como en todo, intento no ser dogmático.  De entre todos ellos, he seleccionado estos doce porque son los que me han dejado una impresión más fuerte.

1. El giro, de  Stephen Greenblatt (Ed. Crítica. 2012)

Me ha hecho no sólo regresar al  Renacimiento y tomar conciencia de lo que aquella época supuso en términos de progreso del conocimiento, sino también de la raíz epicúrea de dónde vienen mis propias ideas. La recuperación en el siglo XV del texto completo de “De rerum natura”, de Lucrecio, abrió las puertas a la modernidad, a la visión materialista de la existencia, al ateísmo y al concepto moderno de libertad. Leí el ensayo de un tirón, como si fuera una novela. Y me hizo recordar también que el primer traductor al español de “De rerum natura” fue José Marchena, el revolucionario español del siglo XVIII que participó en la Revolución Francesa y cuya vida relaté en mi primer libro: “La epopeya de los locos”. Tomar conciencia de la existencia de una especie de cofradía de los seguidores de Lucrecio, a la que me apunto con entusiasmo, ha sido una de las cosas más reconfortantes de este año hostil.

2. Peste & Cólera, de Patrick Deville (Ed. Anagrama. 2014)

Leer un libro para traducirlo es una experiencia diferente. Así leí esta novela sin ficción de Patrick Deville: traduciéndola para la editorial Anagrama a la vez que la iba leyendo, descubriéndola en su lengua original y reinventándola en la mía. Una aventura apasionante para un libro que narra la aventura viajera e intelectual de Alexander Yersin, el descubridor del bacilo de la peste y de la vacuna para combatirlo. Un guerrero de la ciencia y un personaje de la vida real más novelístico que muchos personajes de ficción. No fue un trabajo, fue un verdadero disfrute.

3. Nocturno hindú, de Antonio Tabucchi (Ed. Anagrama. 1985)

Dos años después de su muerte, sentí la necesidad de volver a hablar con Tabucchi. Recordaba la triste caminata por el cementerio de Os Prazeres de Lisboa, cuando le despedimos  el 28 de marzo de 2012. Él había fallecido la víspera de mi cumpleaños y ese nudo de vida y muerte, tranzado por los caprichos de la cronología, aún me sigue apretando el corazón. Este mes de marzo pasado releí su novela “Nocturno hindú”, para sentir de nuevo su voz. Uno de esos libros con historia personal: regalo en su traducción francesa de un amor de mi juventud y ahora ocasión de volver a escuchar la voz de un amigo muerto. Volvió a deslumbrarme por la finura en la observación, el ritmo narrativo tan sabiamente administrado, y el estado entre maravillado y expectante en que se sume el lector que acompaña a ese viajero cuyo propósito y destino resultan tan misteriosos como inquietantes. Tabucchi decía que era un texto nacido del insomnio. De la frontera en la que el insomnio se contamina de los sueños no cumplidos.

4. Días de Nevada, de Bernardo Axtaga (Ed.Alfaguara, 2014)

Como cada vez que leo un libro de Atxaga, no puedo dejar de admirar la precisión, belleza y elegancia de su prosa. Hay un sentido del tempo narrativo y del detalle que me subyugan. Me pasé una semana maravillosa metido en los juegos circulares del tiempo en esos días vividos en el estado de Nevada, que Atxaga convierte es una especie de diario de deslumbramientos. Un texto que transita de la auto-ficción a la poesía, del libro de viajes al diario íntimo.

5. Mujer abrazada a un cuervo, de Ismael Martínez Biurrun (Ed. Salto de Página, 2010)

En España tenemos la suerte de contar con algunos excelentes escritores de literatura fantástica, como Ismael Martínez Biurrun o Juan Miguel Aguilera. Después del impacto de la lectura de su novela “Roja alma, negro sombra”, me apetecía leer la nueva, cuyo título, “Mujer abrazada a un cuervo”, me parecía intrigante. Paradojas de las lecturas: en sus páginas volví a darme de bruces, vía fantasía, con el mismo bacilo de la peste que había combatido el protagonista de la novela de Patrick Deville. Un valor añadido a una historia original que me tuvo atrapado hasta el final. Y una vez más admiré la inteligente manera en que Biurrun mezcla ciencia, intriga y fantasía.

6. Los dos espejos, de Antonio Sarabia (Ed. Planeta-México. 2013)

Leer a Antonio Sarabia es una apuesta segura. Él es uno de los grandes autores vivos de la literatura de América Latina y esta novela representa su regreso al mundo de las ladera del volcán de Colima, que ya había sido escenario de su novela “Los convidados del volcán”. Me encanta regresar a los territorios literarios que he disfrutado como lector. En esta ocasión, la trama refleja una vez más el dualismo de los personajes tan característico de los textos de Sarabia (los dos hermanos de “Troya al atardecer”, el autor y su personaje en “El retorno del paladín”…), como bien muestra el juego de espejos que da título al libro. Descubrir además la memoria y huella de las guerras cristeras mexicanas enriquece enormemente el relato, cuya reflexión sobre la muerte me perturbó. Lo cerré con la sensación de haber asistido a una auténtica declaración de principios.

7. El viajero del siglo, de Andrés Neuman (E. Alfaguara. 2009)

Hay novelas que te gustan y otras que además de gustarte, te sorprenden de manera inesperada. Ese ha sido el caso de “El viajero del siglo”. Lo había comenzado el año pasado, pero no conseguí entrar en el texto. Los libros tienen su momento y más vale, cuando uno no se siente en sintonía con ellos, dejarlos para más adelante, si se quiere disfrutarlos verdaderamente. La ciudad brumosa y cambiante de esa Alemania fuera del tiempo convencional imaginada por Neuman me ha parecido un espacio imaginario fascinante. Me sentí cómplice de su historia de amor y disfruté de la galería de personajes, de sus maneras de otrora y de las reflexiones sobre un siglo XIX recién estrenado que se llenaba en el texto de ecos del siglo XXI. Hacía mucho que no leí una novela de tiempo largo y ritmo pausado.  Una novela que te da tiempo para recrearte. Y ha sido un verdadero placer.

8. La botella del náufrago, de Antonio Jiménez Barca (RBA Ediciones, 2011)

La prosa de Jiménez Barca es, al contrario de la empleada por Neuman en “El viajero del siglo”, de una velocidad eléctrica. Se nota el periodista, sin que éste le quite protagonismo, vigor, ni ambición, al novelista. Es una prosa perfecta para contar un thriller como éste. Un thriller español, quiero decir, con referencias espaciales, culturales, sociales y literarias españolas. La demostración de que no es necesario imitar la novela negra anglosajona para crear un auténtico relato de intriga que no caiga en provincianismos ni garbancerías. El protagonista de “La botella del náufrago” es un perdedor irredento y uno lo acompaña, contagiado de su melancolía y movido a la vez por esa vaga, pero irreprimible, necesidad de honestidad que anima a los personajes de Jiménez Barca, en su descenso a los submundos del crimen y la trata de blancas.

9. Calle de los ladrones, de Mathias Énard (Ed. Mondadori. 2013)

Otro submundo es en el que se adentra el escritor francés, residente en Barcelona, Mathias Énard: el de la inmigración ilegal y el yihaidismo. Y lo hace con el conocimiento de causa de quien conoce la lengua y cultura árabes y tiene la sensibilidad literaria y social necesarias para articular un relato duro y emotivo a la vez,  sin rastro de moralina ni de doctrinarismo. Una lección narrativa a caballo entre Marruecos y España.

10. La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero (Ed. Seix Barral. 2013)

Rosa Montero está acuñando una originalísima manera de practicar el género del ensayo. Después del magistral “La loca de la casa”, leer “La ridícula idea de no volver a verte” le pone a uno el corazón en un puño. De un lado, está es deslumbramiento por la vida y obra de Marie Curie, la primera mujer que ganó el Premio Nobel, y el lúcido análisis de su duelo tras la muerte de su marido, Pierre Curie. De otro lado, está el propio duelo de Rosa Montero, tras la muerte de su marido, Pablo Lizcano, cuya figura se evoca con una mezcla de pudor, desgarro y admiración que conmueve. Y detrás de todo ese material sentimentalmente explosivo, está de nuevo la sabia reflexión sobre la literatura, sobre la actividad creativa, sobre los vasos comunicantes que van de la vida al arte, ida y vuelta, y hacen de un libro como éste más que un momento de lectura, una experiencia compartida. Hay algo de triste, lúcida y a la vez sanadora sabiduría en lo escrito por Rosa Montero. Y uno siente ganas de agradecérselo.

11. ¿Por qué prohibieron el circo?, de Mempo Giardinelli  (Edhasa. 2013)

Después de los meses trepidantes de preparación del Festival de la Palabra de Puerto Rico de este año, me hacía falta leer algo que me sacara de mi mundo y me enviara bien lejos. Por eso leí con tantas ganas esta novela de Mempo Giardinelli. Una novela singular pues, tratándose de la primera que escribió, sólo ahora ha sido verdaderamente editada (en su día fue destruida la edición por los militares argentinos, durante la dictadura). La acción transcurre en un pueblo perdido del Chaco, entre indios pobres explotados en los ingenios madereros de la zona,  pobladores blancos que malviven en la estrechez y prohombres del lugar escindidos entre la fatalidad de quien renuncia a la dignidad humana por miedo o por pereza y la ferocidad de quien ha hecho de la fuerza y la explotación su razón de ser. El protagonista, un maestro que llega al lugar desde la capital, arrastrando consigo sus angustias, me pareció un hermano. Y seguí su fatal implicación en el conflicto que aletea sobre todo el relato con la simpatía que provoca quien es capaz de indignarse ante el abuso. Una novela en la que el lenguaje coloquial consigue arrastrarte hasta ese mundo ajeno y hacerte partícipe de sus miedos y furias.

12. Total Khéops, de Jean Claude Izzo (Ed. Akal. 2001)

Y he cerrado el año releyendo una novela de otro amigo muerto. Me pregunto por qué esa necesidad. Supongo que es el paso de los años. Supongo que es inevitable que la muerte sea un tema cada vez más presente. Supongo que este mundo nos la sirve ya en abundancia sin necesidad de haber envejecido. En todo caso, quise decir adiós al 2014 releyendo a Jean-Claude Izzo, la primera de sus novelas protagonizadas por Fabio Montale: “Total Khéops”. En ella, Marsella brilla como un protagonista más, con sus luces y sus sombras (muchas y muy corruptas sombras). El policía Montale es uno de esos personajes inolvidables. Y la mirada crítica de Izzo no tiene piedad cuando retrata una sociedad en la que medran los mafiosos y los fascistas del Front National. Pero lo fascinante, lo que realmente necesitaba leer, es la pasión de vida que, pese a todo, hay en ella. El amor por las mujeres, por la comida, por el mar, por la luz del sur y los sueños que flotan en ella. Qué libro hermoso y duro y sentimental y rabioso. Tal y como era su autor, de cuya muerte se cumplirán el próximo mes quince años. Sí que va deprisa el tiempo. Por fortuna, están los libros para permitirnos remontarlo, ignorarlo o combatirlo, según los ánimos.

«Arena negra»

Sábado, 05 Octubre 2013 12:17
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Tengo que comenzar este comentario señalando que la mayor parte de los libros que he leído escritos a base de fragmentos de reflexiones, imágenes o relatos, me han parecido experimentos incompletos que me dejan con la frustración de lo que el libro podría haber sido. Por eso siento una instintiva desconfianza hacia la llamada literatura fragmentaria. Sin embargo, cada tanto llega a mis manos un libro que viene a recordarme lo estúpido que es ese prejuicio, porque el problema no es la forma, sino el talento.

Tal es el caso de “Arena negra”, del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez, un libro de sólo 89 páginas, compuesto por algo más de un centenar de fragmentos, en el que he quedado literalmente atrapado durante cuatro días, disfrutándolo con lentitud, para mejor apreciar su escritura y, sobre todo, para no verme obligado a salir de su mundo.

He dicho un libro y no una novela porque la palabra novela no me parece que alcance a definir cabalmente este texto deslumbrante. En mi opinión, “Arena negra” es más bien la huella de una novela, su sombra, el desplazamiento de aire que dejan a su paso los personajes de una novela. Una hazaña de magia literaria que proyecta con su claroscuro en la imaginación del lector la imagen completa de un libro inexistente: esa novela de la que él mismo es sombra.

Cada frase del libro aparece como una epifanía, un momento de lucidez en el que lo que no se narra se define por las reflexiones, las evocaciones, las consecuencias que deja. Pero, y ahí está el milagro del texto, hay una profunda coherencia que traza vínculos sutiles entre todo aquello que sí se narra, una coherencia que el lector va descubriendo conforme avanza en la lectura.

Cada fragmento del libro viene precedido de una letra del abecedario, un recurso que desconcierta al inicio, como desconciertan las rayas blancas pintadas en el suelo en la película “Dogville”, de Lars von Triers, para señalar los espacios que representan a las casas del pueblo donde transcurre. Pero de igual modo que en el filme, al poco tiempo uno va comprendiendo que esa estructura esquemática en el libro de Méndez Guédez tampoco es un capricho, sino una invitación a la imaginación, que se llena de sentido cuando el mismo texto revela que cada una de esas letra conforma “un inventario de ausencias”. Porque eso es “Arena negra”, un sutil, dolorido y conmovedor inventario de ausencias.

Ausencia del padre que se fugó dos veces de su casa canaria rumbo a una Venezuela misteriosa, pozo sin fondo de la emigración española de la posguerra. Ausencia de una madre a la que la vejez priva de voz. Ausencia de una amiga cuya vida inspira a un poeta con más éxito en su escritura que en sus escarceos amorosos. Ausencia de unas islas Canarias que son pasado de miseria, metáfora de soledades convividas sin ser compartidas.

La huella de la novela que el lector descubre en “Arena negra” es la de un relato de pérdidas y desencuentros, un relato de emigraciones y de mujeres doblemente solas, la historia de un esfuerzo: el de llenar con palabras el hueco que deja una vida hecha de fugas y de esperas, de terribles esperas que duran la vida misma.

La escritura de Méndez Guédez combina con perfección la dureza de las emociones y las vivencias de sus personajes con una piedad desvestida de afectación, mediante un lenguaje que sin dejar nunca de ser narrativo sabe tomar de la poesía todo lo necesario para extraer de cada palabra,de cada metáfora, de cada diálogo todas sus potencialidades sin resultar cansino.

Es asombrosa la cantidad de frases que uno va subrayando durante la lectura de estas breves páginas. Es tal el impacto de lenguaje, imágenes y situaciones, que el lector necesita detenerse, volver a leer esa línea, anotarla: “ Cada momento del mundo es el nacimiento de una pequeña diferencia”; “Los espejos solo conocen su presente. Nadie ha visto ni verá la memoria de un espejo”. La admiración se mezcla con la envidia ante esa potencia visual y conceptual al mismo tiempo.

Emigrante él mismo en España desde hace años, es difícil no sospechar en la huella de esa novela que es “Arena negra”, otra huella aún más profunda, oculta bajo los avatares de sus personajes: la de su autor transterrado, que al convertir su tierra venezolana de origen en una sombra para sus personajes españoles, nombra también su propia ausencia.

Hay muchas reflexiones sobre la propia escritura en el libro (nada más lógico cuando se ha afirmado que el agujero de la ausencia se puede llenar de palabras) y en un momento se afirma que “ la obra perfecta es la obra extraviada, la que era una posibilidad nunca cumplida”. Méndez Guédez ha enfocado la luz de su escritura sobre la novela que no llega a escribir el personaje del poeta, y la sombra que proyecta (y que da relieve y forma a esa novela extraviada en la imaginación del lector) es esta “Arena negra”. Un libro extraordinario.

El libro: Arena negra. Juan Carlos Méndez Guédez. Editorial Casa de Cartón. Madrid. 2013. 89 páginas.

El autor: Juan Carlos Méndez Guédez (Barquisimeto, Venezuela, 1967). Escritor y gestor cultural. Participó en las antologías Líneas aéreas y Pequeñas resistencias. Su novela Arena Negra obtuvo el Premio de los Libreros en Venezuela. Ha obtenido los premios Ciudad de Barbastro de Novela Corta, Ateneo de La Laguna y el Narrativa Breve de la Embajada de España. Es autor de una docena de libros, entre los cuales se encuentran las novelas El Libro de Esther, Tal vez la lluvia y Chulapos Mambo, y los libros de cuentos Hasta luego, mister Salinger, Tan nítido en el recuerdo, La ciudad de arena e Historias del Edificio.

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Con Álvaro Mutis se pierde otro sabio de la lengua, otro creador de mundos y el nuestro se nos va haciendo más chiquito con su ausencia. Hace unos meses me pidieron un texto para un libro que debía rendirle homenaje en su 90 cumpleaños. Elegí hablar sobre la primera novela del ciclo de Maqroll, el Gaviero. Hoy lo recupero aquí para despedirle en su marina derrota final, con toda mi admiración y mi afecto.

LA NAVE QUE NOS LLEVA

Toda vida es un viaje, por eso el viaje es la metáfora central de la literatura. En los tiempos en que poesía y narración no habían separado sus caminos, la figura del viajero se convirtió en el primer referente de la literatura de Occidente: Ulises. A su estirpe viajera pertenecen Eneas y Jasón, Don Quijote y Simbad, Lord Jim y Sal Paradise. También Maqroll el Gaviero. Como Ulises, Maqroll nace de la poesía para contar la historia de sus empresas y tribulaciones. Cuando lo encontramos en la primera de las novelas de Mutis que lo tiene por protagonista, sentimos ya el peso del fardo de su pasado doblándole la espalda. No es un personaje nuevo, la misma estructura de la novela nos lo revela, llena de referencias, de guiños a pasadas andanzas, de sobreentendidos. El autor conoce de antiguo al Gaviero y el lector se siente ante un relato heredado, lo que explica la inmediata dimensión legendaria ganada por el personaje ya en su primer paso por la narrativa. Maqroll es el héroe cantado por el Mutis poeta y bajo esa lírica luz se torna leyenda en su prosa, pues si la poesía es el territorio de la experiencia donde se forjan los héroes, la narrativa es el cofre donde se guarda memoria de ellos.

Pero si Maqroll y Ulises comparten orígenes poéticos, sus andanzas y caracteres más que divergentes se hacen muchas veces contrapuestos. Maqroll versus Ulises. Allí donde el héroe de Homero se muestra artero, astuto y despiadado, dispuesto a todo con tal de alcanzar sus objetivos, el Gaviero de Mutis ofrece su ensimismamiento, sus reflexiones fatalistas, su sensibilidad extrema y una ambición desganada que nace de la conciencia de que, a la postre, todos sus esfuerzos han de ser vanos. Ulises es un héroe del triunfo, Maqroll lo es de la derrota. No en vano esta palabra, derrota, designa por igual la suerte del vencido y la del marino.

Al rumbo de un barco se le llama derrota porque de alguna manera rompe (deriva del verbo latino rumpo) los límites de ese metro cuadrado de existencia que cada ser humano habita. El viaje los trasgrede, abre camino, como la quilla rompe las aguas. Y a un revés militar se le llama derrota (deriva del francés dérout, que a su vez viene también del latino rumpo) porque implica la ruptura, la desbandada de los vencidos, que pierden así su ruta. Con una sola palabra, como un mensaje cifrado, la lengua castellana nos avisa de que si toda vida traza la derrota de un viaje, el final de este viaje se sella siempre con la pérdida. Hay pues mucha más sabiduría en el escéptico Maqroll que en su antepasado Ulises, tan tenaz y convencido de que la llegada a Ítaca es el final del viaje.

Ítaca es la isla legendaria por antonomasia de los tiempos clásicos, la isla del posible retorno, el lugar donde se restablece el orden perdido. Frente a ella, la isla de Utopía, avistada por el héroe marino de Thomas More, Raphael Hythloday –otro perteneciente a la estirpe literaria de los viajeros−, se alza como la isla de los tiempos modernos, la isla de la ida, de la búsqueda, del establecimiento de un orden nuevo. El Gaviero de Mutis navega entre ambas islas o quizás fuera mejor decir que se pierde entre ellas.

El Gaviero quiere regresar a su hogar, como el héroe homérico, pero es un héroe moderno, bien a su pesar, consciente de que nadie regresa al mismo lugar del que partió porque el tiempo del viaje todo lo trastoca, lo borra, como hace desaparecer en La Nieve del Almirante la tienda de Flor Estévez, convertida en tendejón ruinoso cuando al fin Maqroll retorna a ella, o lo transforma, pintando en el paisaje rostros, afectos y rasgos nuevos en los que no siempre se puede reconocer. El hogar de Maqroll es la tierra alta de cafetales de la cordillera, el mismo territorio del que proviene Mutis y al que dice deber su inspiración y afecto. Pero uno sospecha, con tantas idas y venidas de ese otro yo posible de Mutis que es su Gaviero, que por más veces que el escritor haya regresado a su tierra natal, algo se ha perdido definitivamente en ella, algo que lleva buscando desde hace más de cuarenta años en sus novelas. Quizá porque la isla metafórica a la que Mutis, como Maqroll, quiere regresar no es un lugar físico sino un lugar en el tiempo perdido del Medioevo, un lugar del pasado; y el pasado es, precisamente, el único reino que, una vez atravesado, no permite el retorno. La suya, la de Mutis cuando se declara monárquico y legitimista y añora los tiempos de la Monarquía Española en América, la de Maqroll cuando especula con la suerte de Europa si no hubiera movido al Duque de Borgoña un ánimo asesino, es la isla de la ucronía, una isla inalcanzable.

Una voz en sueños le murmura a Maqroll: “Más lejos, quizás”. Pero él sabe que su búsqueda es sin esperanza; que la costa ucrónica que procura en su derrota es la línea misma del horizonte y, como éste, se aleja a medida que nos acercamos; que al final le aguarda una tumba como aquella de las ruinas de la antigua fortaleza de los cruzados del Crac de los Caballeros, cerca de Trípoli libanés, en la que se lee con postrera certeza: “No era aquí”.

Y, sin embargo, Maqroll el Gaviero viaja. A los puertos del Norte. A las islas de Creta o de Madeira. Establece sus propias reglas de vida y a ellas se atañe con dolorosa fidelidad. A la felicidad efímera del cuerpo de la mujer. A la enemistad con los hombres que juzgan, legalizan y gobiernan. Al consuelo de saber que si lo vivido es irrecuperable, es sin embargo su viento el que nos impulsa hacia nuevas búsquedas.

Que Mutis eligiera para un marino oceánico la remontada de un río selvático, en su primera novela sobre el Gaviero, marca simbólicamente ese imposible retorno contracorriente del tiempo. Es el río de Jorge Manrique y es también el de Conrad. El río como prueba y como desatino. También como fatalidad. Muchas veces me he dicho que, en el fondo, tuve suerte de no haber leído todavía ese libro del ciclo narrativo de Maqroll cuando escribí mi primera novela, Carta del fin del mundo, en la que los atribulados hombres que Colón dejó en el Fuerte de la Navidad remontan también un río selvático en busca de una felicidad tan imposible como cruel. Si lo hubiera leído, quizá no me hubiera atrevido a cometer la temeridad de adentrarme en esa geografía simbólica que Mutis describe tan magistralmente.

Había conocido a Álvaro Mutis en la antigua villa corsaria francesa de Saint-Malo, yo era entonces un joven periodista, no sé si muy feliz pero sí razonablemente indocumentado, y sólo había leído algunos de sus libros de poesía; y aunque compartí con él unas horas de charla, tengo hoy la sensación de haber perdido una oportunidad, de haber dejado pasar a mi lado la ocasión de recibir un mensaje que tal vez me hubiera ahorrado meandros y manglares en el río de la escritura, un buen consejo de marino. Sé que no mantuve con él una verdadera conversación porque sólo guardo un vago recuerdo de lo que hablamos, aunque sí recuerdo nítidamente el tono cordial de la charla y de algunas bromas sobre la monarquía, entre un monárquico añorante e irónico y un republicano convencido como yo, que me hicieron simpatizar de inmediato con él. Supongo que me faltaban años y me sobraban expectativas y pretensiones. Dos formas de sordera. Supongo también que este texto que ahora escribo intenta, quizás vanamente, reparar aquel desencuentro. En todo caso, después de volver a seguir la derrota de Mutis y su Gaviero para poder escribirlo, yo también me resisto a desistir −como hace el propio Maqroll, como sospecho que siempre ha hecho Mutis − y a dar por canceladas las esperanzas bajo el peso abrumador de su fatal discurso.

Otro de sus personajes, el Capitán del lanchón que remonta el imaginario río Xurandó, tras asistir a Maqroll durante la enfermedad que está a punto de llevarlo a la muerte, le dice: “Cuando uno se encuentra con alguien que ha vivido lo que usted ha vivido y que ha pasado por las pruebas que han hecho de usted el que es ahora, el ser su testigo y compañero es algo tanto o más importante que si esas cosas le hubieran sucedido a uno”. De igual modo, uno gana experiencia de vida al leer las tribulaciones de Maqroll porque al hacerlo se transforma en testigo y compañero de sus viajes, sin que importe que estos sean imaginarios y él mismo un personaje de ficción. Al fin de cuentas, ¿no lo somos todos de alguna manera, no somos acaso criaturas creadas por el relato que nos contamos a nosotros mismos sobre nuestra identidad? Basta la lejanía del tiempo para ver cómo las biografías se tiñen de sombras, abandonan esa certidumbre de los vivos para adentrarse en el territorio de las quimeras. Si no, ¿cómo explicar que algunas de las figuras claves de nuestra cultura sean tan misteriosas como personajes literarios y que aún hoy se debata sobre la nacionalidad de Colón, sobre si Shakespeare escribió sus obras o las plagió (o si existió realmente) o sobre el posible origen juedoconverso de Cervantes?

Leyendo a Mutis y escribiendo mis propios libros he comprendido que la tierra prometida, la isla que procuramos, es en realidad la nave que nos lleva, y que es nuestra derrota viajera hacia la derrota final la que nos define y, en tanto estamos viviendo, nos hace inmortales. Pobre consuelo, quizás: una simple nave de carne, huesos y sueños, siempre a merced de las inclemencias, irremediablemente destinada al naufragio. Pero es desde su cofa imaginaria desde donde, como gavieros, atisbamos el mundo y pugnamos por trazar un rumbo. Mientras nos lleven los vientos.

El libro: La nieve del almirante. Álvaro Mutis. Punto de lectura. Madrid. 2013.

El autor: Álvaro Mutis (Bogotá, 1923- Ciudad de México, 2013). Poeta y narrador. Premio Xavier Villarutia, Premio Príncipe de Asturias, Premio Reina Sofía de poesía, Premio Internaciona Neustald y Premio Cervantes. Hijo de diploático, viajero infatigable. En 9153 publica el poemario Los elementos del desastre, en el que aparece por primera vez la figura de su personaje Maqroll, el Gaviero, que se convertirá en el gran protagonista de su obra narrativa a partir de la novela La nieve del Almirante. El ciclo de seis novelas de Maqroll ha sido recogido en el volumen Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero

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