Cuando uno se va a vivir fuera de España debería organizársele un funeral simbólico porque, a todos los efectos, es como si hubiera muerto. En un país que funciona a base de conversaciones de bar y almuerzos, la ausencia es letal. Sin embargo, estar muerto tiene sus ventajas: pone una distancia que puede ayudar a percibir mejor algunos rasgos de la vida nacional que suelen pasar desapercibidos en medio del ruido social, político y mediático. Y la sociedad española es ruidosa como pocas.
Viviendo en París, por ejemplo, llama la atención al leer la prensa española que la mayoría de los medios centren sus noticias en lo que políticos, empresarios, deportistas o artistas dicen. Que alguien diga que va a hacer algo, es noticia. El seguimiento de ese “algo” a hacer parece no importarle después a nadie. Y cuando llega inevitablemente la hora de hacer balance, de nuevo son las interpretaciones de los datos realizadas por cada implicado las que protagonizan la información. Como si fuera imposible y hasta irrelevante acercarse a una mínima objetividad en los hechos y cifras. Por eso, cuando se comparan las informaciones de medios de comunicación rivales, uno tiene la sensación no ya de que informan desde perspectivas ideológicas y políticas diferentes, sino de que están hablando de realidades y países distintos. No es que haya diversidad de enfoques, es que sólo existe la mirada (la opinión) porque el objeto mirado (la realidad), simplemente desapareció del mapa informativo.
En ese contexto, no tiene nada de extraño que el gobierno de Mariano Rajoy haya hecho tanto hincapié en los últimos años en la idea de la Marca España. En un mundo de marketing, de miradas, lo que importa es la imagen. Que luego el producto encoja cuando se lava, sea cancerígeno o esté producido en remotas fábricas asiáticas por trabajadores esclavizados, no importa. Se trata de sacar provecho y para ello lo que cuenta es la sonrisa, el ruido, el parloteo de los medios acerca aquello que se vende y, sobre todo, acerca del vendedor.
Ahí es donde estar muerto, vivir fuera del suelo patrio, resulta tan útil: uno se ahorra el martilleo propagandístico de la tele, no tiene que tragarse como aperitivo en el bar la colección de sandeces del pregonero de barra, ni participa en esas discusiones en las que todo el mundo habla a la vez y a gritos y resulta imposible comunicarse. Uno está lejos y los árboles cotidianos no le ocultan el bosque. Y lo que uno ve es que el bosque es grande y está muy maltratado.
PAN Y TOROS. Hay que reconocer que esa tendencia a engatusar al público con propaganda y espectáculo, no es nueva, ni en la Historia de la Humanidad, ni en la de España en particular. Una vieja expresión española, “Pan y toros” (versión castiza del “Pan y circo” de los emperadores romanos), lo resume perfectamente: un sustento mínimo y un espectáculo que lo distraiga son las herramientas con que el poder domestica al pueblo. Con ellas se vendan los ojos para hacerlos ciegos ante la incompetencia del Gobierno y ante los verdaderos problemas del país.
En el siglo XVIII, el ilustrado León de Arroyal, el primero que se atrevió a proponer que España se dotara de una Constitución democrática, arremetió contra esa manera de gobernar en un célebre panfleto, conocido precisamente como Pan y toros, donde repartía mandobles tanto contra los ineficaces gobernantes como contra los súbditos dóciles, y hablaba de una España “débil, sin población, sin industria, sin riqueza, sin espíritu patriótico y aun sin Gobierno conocido”. Unas palabras que hacen eco con la crisis en la España actual, donde el modelo productivo ha hecho quiebra, con el reventón de la burbuja inmobiliaria, dejando al descubierto su fragilidad industrial y su dificultad para crear riqueza verdadera, no sólo de papel, y obligando a cientos de miles de españoles a buscar fortuna fuera del país. Y todo ello bajo un gobierno que ha pasado de la inoperancia a la inexistencia.
La Marca España con la que el gobierno del PP ha querido enmascarar la catástrofe de su gestión ante sus propios ciudadanos, so capa de vender la imagen de España a la comunidad internacional, parece responder a la divisa “Pan y fútbol” o “Pan y tele”, parafraseando la clásica. Obviamente, la televisión puede ser una ventana abierta al mundo, el fútbol un deporte entretenido que no tiene el carácter sangriento de los toros y mucho menos del circo romano, y no hay nada que reprocharle al pan, tan sabroso. El problema está en el mal uso que se hace de todo ello.
Pan rancio y espectáculo embrutecido ha sido siempre la fórmula para mantener a los ciudadanos por debajo del umbral de ciudadanía, que está determinado por la dignidad y el conocimiento. Pero lo interesante es que en estos tiempos de aceleración histórica, las viejas fórmulas ya no tienen la eficacia de antes. Por eso, paradójicamente, la campaña de la Marca España se ha vuelto contra el gobierno que la ha puesto en marcha.
¿Cuáles han sido los argumentos de esa Marca España? De un lado, la insistencia en el crecimiento económico y la innovación, de otro en la calidad y capacidad competitiva de los productos españoles, con el deporte como estandarte. Y enmarcando ambos, la idea de que en España se saben hacer las cosas de otra manera, más viva, más eficaz, más decidida. Sin embargo, a la hora de difundirla no parece que los círculos del poder, tan acostumbrados históricamente en España a mandar sin apenas oposición, hayan tenido en cuenta hasta qué punto las nuevas tecnologías modifican las pautas de la vida colectiva.
Porque la imagen de la realidad no se reduce a la página web del Alto Comisionado del Gobierno para la Marca España (que, dicho sea de paso, es un cargo digno de aparecer en Los viajes de Gulliver). La realidad, en la era virtual, tiene la insidiosa manía de filtrarse a través de las redes sociales, de los cada vez más numeroso medios de comunicación alternativos, de expresare pluralmente por los mil poros de una sociedad cada vez más porosa.
Y la realidad que se filtra más allá de la web del Comisionado son las condiciones salariales deterioradas al extremo que un sueldo miserable por un trabajo temporal y sobreexplotado se convierte en el sueño de millones de personas para escapar aunque sea por un momento a ese paro que sobrepasa el 20% de la población activa, el 45% en el caso de los menores de veinticinco años, y con subsidios recortados. Es el apoyo millonario a clubes que tienen más de especuladores financieros e inmobiliarios que de deportivos, mientras se quitan millones a la educación y la sanidad públicas. Son las televisiones cuya programación está dominada por programas-basura que ofrecen un espectáculo de satisfecha ignorancia y brutalidad, mientras la información en la televisión pública parece dictada directamente desde la secretaría de la presidencia de Gobierno.
ESPAÑA, CAPITAL: PANAMÁ. Por eso, lo que llega a Lisboa cuando se habla de España es, por ejemplo, la catarata de casos de corrupción de cargos públicos españoles, cuyo triste ranking encabeza el PP. Y los lisboetas que se tomaban el 3 de junio de 2014 una cerveza junto a la plaza de Comercio, en el café donde Pessoa y Saramago escribieron parte de sus obras, pudieron contemplar el ondear en esa misma plaza de banderas republicanas españolas, reflejo de las que ondeaban en España tras la abdicación del rey Juan Carlos I, cuyas andanzas africanas y finanzas opacas han sido motivo de comentario, cuando no de choteo, en la prensa europea.
Y no es que la corrupción sea algo ajeno a Portugal, Francia o Italia, estos son tiempos corruptos como bien han demostrado “los papeles de Panamá” y afectan al planeta entero, porque la corrupción está en el corazón mismo de la globalización. Lo que sucede es que el nivel que ha alcanzado en España es de campeonato. De la Corona hasta el más pequeño municipio, el latrocinio se ha hecho regla. Y eso se ve. Mucho.
Por más triunfos deportivos que España logre, y los ha conseguido sonados, por mucho que en el supermercado la vecina lisboeta entusiasta del tenis te salude dándote las últimas noticias de Rafa Nadal, que es su ídolo, la crisis institucional que vive el país y la expatriación de fortunas perpetrada por la élite española, para la cual la capital del país no parece ser Madrid, sino Panamá, están en mente de todos, y en cualquier conversación con amigos o colegas periodistas portugueses sólo te preguntan: ¿tú cómo ves lo de España? Como quien se inquieta por la salud de un pariente enfermo. La Marca España es el apresurado vendaje que trata de ocultar los desgarros de un país herido.
Y lo que esa herida supura huele mal desde lejos. Los sucesivos informes de los relatores de la ONU denuncian la pasividad oficial a la hora de perseguir el uso de la tortura por miembros de las fuerzas del orden. Y la llamada Ley Mordaza, que restringen la posibilidad de acreditar las malas conductas policiales, no hace sino reforzar esa impunidad represiva. España ha vuelto a tener sindicalistas presos, y hasta un par de pobres titiriteros fueron a dar con sus huesos en la cárcel porque el odio ideológico no le permite a la derecha enterarse de lo que es una obra de creación (buena o mala, es lo de menos). Se habla de innovación, pero la reducción de la inversión en ciencia y tecnología empuja a emigrar a miles de universitarios, embajadores de hecho de la realidad del país frente a los discursos triunfalistas. Y los recortes draconianos en cultura, particularmente en el presupuesto del Instituto Cervantes, vienen a ser la prueba de cargo contra esta concepción de la Marca España. Porque si se trata de vender España al mundo, de promocionar nuestra identidad y capacidad, ¿cómo se puede reducir a un estado anémico a la institución que lleva nuestra lengua y cultura a los demás países?
Quienes hemos visitado institutos Cervantes en ciudades como Rabat, Lisboa, Nueva York, París, Milán o Moscú hemos asistido al milagro de ver cómo sus directores y trabajadores consiguen mantener a duras penas su actividad en medio de una verdadera indigencia. Una situación que en vez de remediar lleva al gobierno a la peregrina idea de que esos institutos deben ser autosuficientes. El becerro de oro de nuestra época es sin duda la rentabilidad.
MARCADOS POR ESPAÑA. A quienes asisten desde el extranjero al espectáculo de deterioro político e institucional de España, a su pleamar de corrupción, a la degradación de las condiciones sociales de sus ciudadanos, la famosa Marca tiene poco que decirles.
Sin embargo, esa España real que no entra en la Marca, sino que más bien está marcada a fuego por las decisiones políticas del gobierno, es la que sí ha terminado por ofrecer al mundo la imagen de una España más viva, creativa y decidida con su capacidad de movilización ciudadana. La plaza de la République en París es ahora la nueva Puerta del Sol de los indignados, importando el modelo del movimiento madrileño del 15-M, que ha despertado simpatías en toda Europa. En las calles de Lisboa se ven carteles de actos en los que participan representantes políticos de Podemos. Y el ascenso de la nueva izquierda en España es seguido con atención por las principales voces internacionales del pensamiento alternativo, de Noam Chomsky a Julien Assange.
Y es que uno, que vive fuera como tantos españoles han tenido que hacerlo de mejor o peor grado a lo largo de nuestra Historia, no puede dejar de pensar que esto de la Marca España no es sino otro episodio de patrioterismo de ese sector reaccionario del país que violenta desde hace tanto la vida en común con su intransigencia. Un dato para avalarlo: más del 50% de los votantes del PP nacieron antes del año 1961. El peso sociológico del franquismo y sus delirios sigue ahí. Pero el país ha cambiado. Por eso, en esta mascarada el tiro les ha salido por la culata.
José Manuel Fajardo
*Esta crónica ha sido publicada en el número de julio/agosto de 2016 de la revista TintaLibre. Link a la revista: http://www.infolibre.es/noticias/tinta_libre/2016/06/29/la_farsa_marca_espana_tinta_libre_verano_51857_1042.html
El cielo oscuro y cubierto de nubes descarga cada poco una lluvia fría que vuelve el paisaje inexplicablemente sombrío y desapacible para la época del año. Es la noche del domingo 16 de junio del año 1816. Se supone que es verano, pero hace un clima invernal. La casa está junto al lago Lemán, a pocos kilómetros de la ciudad de Ginebra y es conocida como Villa Diodati. Hay cinco personas en su interior. Una de ellas es un misterio en sí misma, otras dos son célebres poetas, lord Byron y Percy B. Shelley, y las dos últimas son tan desconocidas para sus contemporáneos como lo es la primera, pero dejarán de serlo.
Después de esta noche y de los días que le seguirán, igualmente fríos, oscuros e invernales, estos dos últimos desconocidos van a entrar por la puerta grande la literatura. Doscientos años después, sus nombres son referencia obligada porque su imaginación engendró los monstruos que nos aterrorizan hoy y que de alguna oscura manera nos nombran. Es hora de nombrarlos a ellos: son Mary Shelley y el doctor Polidori. Aunque quizá sea mejor identificarlos por las criaturas que crearon: el monstruo de Frankenstein y el vampiro. Falta el nombre de la quinta persona: Clara Clairmont. Seguramente no les dirá nada pero, como sucede en arquitectura, ella es la pieza invisible sobre la que se sostiene la leyenda de la Villa Diodati.
Se ha escrito mucho, se ha especulado mucho y se ha soñado todavía más sobre esa noche y sus participantes. Hay novelas, biografías y películas que los tienen por protagonistas, pero un halo de misterio los sigue envolviendo. Es en ese misterio de la noche de la Villa Diodati en el que se ha adentrado el gran poeta y narrador colombiano William Ospina en un libro magistral, El año del verano que nunca llegó (1), uno de esos libros de género inclasificable que navegan prodigiosamente entre la novela, la biografía y el ensayo, y que han dado obras tan diversas y fascinantes como Viva, de Patrick Deville, La ridícula idea de no volverte a ver, de Rosa Montero, o El giro, de Stephen Greenblatt. Él va a ser nuestro guía en este viaje a través del tiempo, del espacio y del imaginario de nuestra época, hasta esos tres días en que los miedos de la modernidad tomaron cuerpo.
Lo primero que llama la atención era la juventud de los reunidos en la Villa. Lord Byron había cumplido los veintiocho, a Shelley le faltaban unos meses para cumplir veinticuatro, Polidori, a pesar del formal título de doctor, apenas tenía veintiuno, y Mary y Clara, quienes además eran hermanastras, contaban respectivamente dieciocho y diecisiete años de edad. Más sorprendente aún es saber, como señala Ospina, que fue gracias a la menor, a Clara, que aquella reunión tuvo lugar. Ella se las apañó para seducir al inexpugnable lord Byron a fuerza de escribirle cartas. ¿Cómo logró una desconocida crear una complicidad por correspondencia con el poeta tan intensa como para que éste acabara invitándola a pasar unos días en la villa que había alquilado a orilla del lago Lemán y donde se había refugiado en compañía de su secretario Polidori, huyendo de la hostilidad que Inglaterra le profesaba por sus ideas?
Ospina ve en la admiración de Byron por el marido de su hermanastra Mary, Percey Shelley, el detonante de esa invitación, pero arriesga también una primera explicación más profunda e inquietante: “Byron jugaba al diablo pero alguna vez dijo que entre todas las mujeres que conoció sólo Clara parecía tener algo de demoníaco”. Un elogio mayúsculo en un autor que hizo de la provocación su estética y que encarnó al ángel caído de la poesía en la sociedad inglesa de su época. Sin embargo, muy poco se sabe de la vida y el carácter aquella adolescente seductora que murió de vieja, a los ochenta años. Se sabe que encandiló a dos grandes poetas, primero a Shelley, quien no obstante acabó enamorándose y casándose con Mary, y luego a Byron. Y que sobrevivió a todos. A Mary, muerta con cincuenta y cuatro; a Shelley, ahogado en un naufragio a los cuarenta; a Byron, muerto en Grecia a los treinta y seis; y al pobre Polidori, que se suicidó a los veintiséis convencido de no tener futuro en la literatura. Ella guardó sus recuerdos y sus cartas, codiciadas por historiadores y coleccionistas. No creó ningún misterio, pero vivió como guardiana del misterio de los demás al punto que el novelista Henry James terminó por escribir una novela inspirada en su figura y en su tesoro epistolar: Los papeles de Aspern.
El hecho es que Byron los recibió en Villa Diodati y que en las horas de ocio y conversación propiciadas por la hostilidad del clima compartieron lecturas de leyendas de fantasmas de un libro que Polidori había llevado consigo, titulado Phantasmagoriana, todavía más asustadoras en la inexplicable oscuridad que duraba noche y día, y terminaron acordando un juego: retirarse cada cual su aposento para escribir una historia de miedo.
En el prefacio a su novela Frankenstein o el moderno Prometeo, publicada en 1817, Mary Shelley cuenta que intentó dormir sin lograrlo plenamente y en su ensoñación vio la escena en que “un estudiante de artes impías” daba vida al ser que había ensamblado; luego, el estudiante se dormía y al despertar “abre los ojos, mira y descubre al horrible ser junto a su cama; ha apartado las cortinas y le mira con sus ojos amarillentos, aguanosos, pero pensativos”. Mary abrió los suyos con terror. A su alrededor seguían “la misma habitación, el parque oscuro, las contraventanas cerradas con la luna filtrándose a través”, pero no pudo librarse de su espantoso fantasma: “seguía presente en mi imaginación”. Por fortuna para nosotros los lectores del futuro. Acababa de nacer el monstruo que la haría famosa.
Por su parte, John William Polidori trató en un primer momento de escribir un relato sobre una mujer que tenía “cabeza de calavera”, pero no supo cómo resolverlo y seguramente recibió las puyas de Byron, quien se complacía en torturarlo usando su admiración como una retorcida herramienta para humillarlo. Quizás en un intento de réplica, el joven secretario decidió probar suerte escribiendo otro relato a partir de una idea del propio Byron: la de un noble sin escrúpulos que hundía en la depravación a las mujeres que se cruzaban en su camino. En el cuento de Polidori, titulado El vampiro y publicado en 1819, el aristócrata lord Ruthven toma la apariencia física del propio lord Byron y ejerce como éste sobre quienes le rodean un equívoco y dañino poder de seducción, que se remata con el trágico descubrimiento de que en realidad es un vampiro. Había nacido el predecesor de Drácula, el fundador de una estirpe de ultratumba cuyos sucesores llenan hoy las salas de cine y las programaciones de televisión.
La fortuna que ambos monstruos trajeron a sus autores fue desigual. Para Mary Shelley fue la consagración literaria de quien se había formado en una familia de escritores: su padre William Godwin era un célebre pensador anarquista, referente de los movimientos obreros surgidos al calor de la Revolución Francesa, y su madre, Mary Woltonescraft, fue una precursora escritora feminista autora de la Vindicación de los derechos de la mujer. Para Polidori, sin embargo, la publicación de su cuento, que se hizo sin que él la autorizara y, para colmo de afrenta, con la firma de lord Byron como autor (en un error del editor que Byron dejó pasar, cabe imaginar que para mejor mortificar a su devoto secretario), le trajo una nueva humillación. Ni siquiera pareció consolarlo el hecho halagador de que el mismísimo Goethe, como señala Ospina, llegara a decir, antes de que se esclareciera el error de la autoría, que aquel relato era el mejor texto de Byron.
La vida de sus dos criaturas sí encontró una fortuna pareja, quizá porque, como dice Ospina, no eran ellos quienes estaban “fabricando el monstruo: era la época”. Una época de fábricas y laboratorios, en la que el doctor Johan Conrad Dippel, por ejemplo, teólogo y químico, “hacía experimentos con cadáveres dentro de su castillo y creía posible transferir el alma de un cadáver a otro”. Un tiempo en el que Faraday, Franklin o Volta estudiaban la electricidad y su uso. Un mundo en el que se iba imponiendo la razón y, paradójicamente, hacía emerger los miedos del fondo de la mente. La era del deslumbramiento la Ilustración y también la de las tinieblas del Romanticismo. La de Voltaire y Rousseau. Y también la de la novela gótica de terror, uno de cuyos máximos representantes, por cierto, visitó en varias ocasiones la Villa Diodati durante aquel verano de 1816: el autor de El monje, Matthew Lewis, a quien Byron humorísticamente “llamaba Monk Lewis por el personaje de su novela”.
El monstruo de Frankenstein nacía de la estirpe que se remontaba al mito judío del Golem, el hombre de arcilla creado por un rabino de Praga, bebía de la imagen de Lázaro resucitado y del divino instante de la creación de Adán. Era el fruto del moderno Prometeo. Hijo de un mundo que iba prescindiendo de Dios. Y tal y como reza el verso de Novalis, certeramente invocado por Ospina: “En ausencia de los dioses reinan los fantasmas”. De modo que el vampiro, ese otro Lázaro devuelto de la muerte, venía a ser la nueva versión de los viejos fantasmas de las leyendas populares. Ambos monstruos revisitaban el mito iniciático de la sangre: la que alimenta y hace renacer, la que da vida corriendo por las venas. De ahí tal vez su poderío simbólico, su permanencia en esta época nuestra descreída y tecnológica en la que la vida, gracias a la ciencia, parece desplegar su inagotable abanico de milagros ante nuestros ojos con cada nuevo descubrimiento, con cada nuevo logro médico. Todo ello, mientras el mundo se desgarra a nuestro alrededor, tal como hacía a principios de aquel siglo XIX en el que los campos aún conservaban fresca la sangre de las revoluciones y de las guerras napoleónicas.
Hasta aquí, el viaje a la noche de los monstruos discurre por caminos de análisis y de información histórica y biográfica. Pero en el libro de Ospina irrumpe de pronto otra fuerza, otra perspectiva, que puede cambiar nuestra apreciación de toda esta historia.Siguiendo los hilos de vida de los inquilinos de Villa Diodati, de sus progenitores y sus descendientes, de sus coetáneos y sus amigos, Ospina llega a una revelación formidable: todo está secretamente conectado.¿Fue realmente la época quien ayudó engendrar los monstruos? ¿Sólo ella? ¿Fueron las imaginaciones de aquellos jóvenes artistas, bajo el influjo de sus lecturas y discusiones? ¿Sólo ellas? ¿O hubo algo más, algo difícil de nombrar, difícil de ver?
Vamos a seguir a Ospina en el vértigo del azar. Y vamos a hacerlo con una enumeración furibunda. Que los datos hablen por sí solos. Aquel doctor Dippel que hacía experimentos de reanimación de cadáveres resulta que había nacido en un castillo llamado: castillo de Frankenstein. Su historia y las leyendas sobre sus experimentos la recogió uno de los famosos hermanos Grimm, quien se la contó a su vez la traductora de sus obras al inglés, que resultó ser la madre de Clara, la hermanastra de Mary Shelley: Mary Jane Clairmont, segunda esposa de Godwin. Por su parte, la madre feminista de Mary Shelley fue amiga del gran poeta y pintor William Blake, una de cuyas obras muestra el momento de la creación de Adán: el momento en que la materia inanimada cobró vida. Y uno de los hijos de la hermana del pobre Polidori fue ni más ni menos que Dante Gabriel Rossetti: el creador del movimiento artístico prerrafaelista, heredero estético del romanticismo practicado por Shelley y Byron y del simbolismo de William Blake. Es como si todo lo que los protagonistas de esta historia tocaban, todo lo que se relaciona con ellos, se contagiara de su energía creativa. Incluso al pasar, como la muchachita a la que Byron dedicó su libro La peregrinación de Childe Harold y que acabó siendo la bisabuela del pintor Francis Bacon, en cuyos lienzos la materialidad de la carne alcanza el nivel del símbolo.
Todo se relaciona con todo. Hasta lo más moderno porque la hija del primer matrimonio de Byron, Ada Lovelace, nacida pocos meses antes de las jornadas de la Villa Diodati, acabó convirtiéndose en una destacada matemática y fue la creadora del primer algoritmo, en otras palabras: fue la persona que “descubrió cómo programar una máquina analítica”, abriendo el camino hacia el computador contemporáneo de cuyo brazo vendrían los nuevos Frankenstein de nuestros días, los robots de la ciencia ficción, las criaturas informáticas como el ordenador Hall de 2001: una odisea en el espacio. La vida artificial creada por el hombre y de nuevo en rebelión contra su creador.
¿Es eso todo? ¿Son suficientes estas pistas para arrojar nuevas luces o quizás nuevas sombras sobre la noche de los monstruos? No, todavía hay más. Pero hace falta salir de lo humano.
Mirar el mundo de las cosas. Mirar por ejemplo esa Villa Diodati tantas veces nombrada y que sigue hoy alzándose a orillas del lago Lemán. Y averiguar, como hace Ospina, que en ella se alojó en 1638, mucho antes que lo hicieran los jóvenes artistas de esta historia, el gran poeta John Milton. Allí tuvo un sueño: “vio aparecer en el cielo, a la cabeza de un ejército de ángeles rebeldes, un ángel bello y terrible que traía en su mano derecha una espada en llamas”. Esa misma noche concibió su poema El paraíso perdido. De modo que en la misma casa nacieron el vampiro, el monstruo de Frankenstein y el Lucifer de Milton. Como si entre sus cuatros paredes de albergaran todos los infiernos.
Y mirar también al mismo corazón del planeta porque del profundo infierno que en él se encierra emergió, precisamente, el poder que creó la noche que duró tres días durante la cual los protagonistas de esta historia concibieron sus monstruos: En 1815, unos meses antes de que Byron, Shelley, Mary, Clara y Polidori se alojaran en la Villa Diodati, el volcán Tambora, en la isla indonesia de Sumbawa explotó en una erupción que mató a 90.000 personas, hizo desaparecer más de mil metros de la altura de 4.300 metros que tenía hasta ese momento, arrojando al aire ciento ochenta kilómetros cúbicos de azufre y piedras, regó de ceniza una superficie del tamaño de la isla de Borneo, en la mayor erupción de los últimos mil años, y cubrió los cielos de todo el hemisferio norte con sus nubes de polvo, que trajeron al mundo un año sin verano, un mes de junio de frío, oscuridad y lluvia. Para que en sus tinieblas nacieran los mitos literarios de nuestro tiempo. (2)
José Manuel Fajardo
Lisboa, 16 de junio de 2016, dos siglos después.
(1) El año del verano que nunca llegó, de William Ospina. 296 pags. Random House. 2015.
(2) La crónica Un viaje a la noche de los monstruos ha sido publicada en el número de junio de la revista TintaLibre, suplemento del diario www.infolibre.es.
Link a la revista TintaLibre: http://es.calameo.com/books/0043848507827defca0fc?authid=a7GDJXKG9FWr
por José Manuel Fajardo
Cuando despuntó el alba del 23 de abril del año de 1616, el escritor Miguel de Cervantes yacía en el lecho que no había podido abandonar desde que, el día 2 de aquel mismo mes, se sintió tan indispuesto que hubo de renunciar a salir de sus habitaciones. Vivía en casa de un sacerdote amigo, Francisco Martínez, en la madrileña calle del León, a pocos metros del convento de Santa Ana y del convento de las monjas Trinitarias.
A más de mil kilómetros de Madrid, entre los verdes prados ingleses que rodean al río Avon, el alba del 23 de abril del año de 1616 había sorprendido al actor y dramaturgo William Shakespeare sentado ante la chimenea de su casa, bebiendo cerveza tras una copiosa cena y conversando con su amigo y compañero de aventuras teatrales, Michael Drayton. Éste había llegado en compañía del también escritor Ben Jonson al caserón que Shakespeare había comprado en su pueblo natal. Hacía varias semanas que el autor de Hamlet se encontraba enfermo, pero había sacado fuerzas de flaqueza para agasajar a sus dos antiguos colegas cómicos, ahora que el teatro había pasado a formar parte del mundo de recuerdos de los años vividos en Londres. De ellos habían hablado animadamente los tres hasta que Ben Jonson tuvo que partir, poco antes de que clarease el día.
En el alba del 23 de abril del año de 1616, ambos escritores sabían que la muerte les rondaba, enmascarada de enfermedades sin nombre sobre las que hoy no podemos sino especular a partir de sus síntomas. Tan sólo cuatro días antes, Cervantes había terminado de escribir en el lecho el prólogo de su último libro, Los trabajos de Persiles y Segismunda, y en él daba cuenta de un reciente encuentro, durante un viaje, con uno de esos estudiantes peripatéticos tan frecuentes en su literatura y en su época, al que contó que padecía hidropesía. ¿Qué enfermedad se la producía? No se sabe.
También se desconoce a qué causas respondían las fiebres que venían consumiendo a Shakespeare desde el año anterior y que tanto habían debilitado su salud. Al parecer, algún vecino de Stratford-on-Avon había sufrido fiebres tifoideas, pero aún hoy se desconoce si tal fue el mal que aquejaba al escritor. En todo caso, el resultado final de aquellas enfermedades estaba claro. Así, el 23 de marzo, Shakespeare dictó testamento y lo hizo con todo detalle. Dejaba el grueso de su fortuna a su hija Susana y trescientas libras a su hija Judith. Repartía su cubertería de plata y sus joyas entre hermanos, sobrinos y demás parientes. Destinaba diez libras a los pobres de la parroquia y veintiocho chelines con ocho peniques a sus amigos Barbuge, Heminge y Condell. A su esposa, Anne Hathaway, sólo le dejaba “la cama y el ajuar”, en lo que algunos de sus biógrafos han querido ver un irónico ajuste de cuentas final. Pero la verdad es que a ella ya le correspondía por ley un tercio de los bienes; y la palabra cama, en el lenguaje legal de la época, significaba en realidad todo el mobiliario conyugal.
El 26 de marzo, por su parte, Cervantes había escrito una carta a su protector, don Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo, en la que le decía: “El mal que me aqueja al fin tanto arrecia que creo que acabará conmigo, aun cuando no con mi agradecimiento”. Sin embargo, poco tenía que repartir entre sus herederos Cervantes. Como si fueran en realidad metáfora del destino de los imperios inglés y español, los testamentos de ambos escritores reflejaban dos fortunas bien dispares.
De igual modo que la corona inglesa prosperaba imparable, la hacienda de Shakespeare era saneada y abundante. Por el contrario, a tenor de la decadencia imperial española, que vivía con Felipe III el inicio de su larga agonía, Cervantes no tenía siquiera casa propia. No le había sonreído la fortuna, pese a la fama de sus libros, y en los últimos siete años se había visto obligado a cambiar cuatro veces de domicilio en Madrid, siempre en el mismo barrio cercano a la calle del Príncipe. Por ello, el autor de El Quijote dejaba a su esposa, doña Catalina de Salazar, poco más que sus libros y escritos, y tan sólo mandaba que se rezasen dos misas por su alma.
Durante aquella primavera de 1616, ambos escritores se preparaban para morir con el mismo espíritu que Edgard, el personaje shakespereano de la obra El rey Lear, recomendaba a su padre, el ciego y atormentado conde de Glocester: “Los hombres han de tener paciencia para salir de este mundo, tanto como para entrar: todo es estar maduros”. Y ambos escritores, con cincuenta y tres años el inglés y sesenta y nueve el español, parecían haber alcanzado ya aquella letal madurez.
Sus vidas habían estado marcadas por los deseos y las esperanzas de su tiempo. Pero en ellos se había producido una singular inversión de papeles. Mientras Shakespeare había sido actor de teatro y dramaturgo de éxito, Cervantes había hecho pocas incursiones en el mundo teatral y Los baños de Argel o sus Entremeses no representaban ni mucho menos el eje de su actividad creadora y estaban muy lejos de la fama que alcanzaban la piezas de otros autores, como Lope de Vega.
Pero, en el gran teatro del mundo, el español sí que había sido actor de su tiempo, por ejemplo como soldado en la batalla de Lepanto, en 1571, cuando recibió su célebre herida. Desde entonces había representado todo tipo de papeles. Primero como prisionero, pues el 20 de septiembre de 1575, de regreso a España, la galera Sol en que viajaba fue abordada frente a la costa gerundense de Cadaqués por piratas berberiscos. El nombre de uno de los jefes piratas, igual al del pintor que siglos después inmortalizaría aquellos parajes e ilustraría la obra del escritor, casi parece una broma del destino: Dalí Mamí el Cojo.
En Argel, donde fue conducido, Cervantes interpretó primero el papel de esclavo y, tras cinco años en los que intentó repetidas veces darse a la fuga, sin que su amo llegara nunca a castigarle por ello de la forma brutal que era costumbre, el de liberto. Le tocó también ser proveedor de la Armada Invencible, dedicado a la ingrata tarea de requisar por tierras andaluzas trigo, cebada y aceite. Y tuvo que repetir, aunque fugazmente, el papel de prisionero cuando fue encarcelado en 1592, acusado de vender trigo sin permiso. Desde 1605 encarnaba el papel de escritor popular y admirado, tras la publicación de la primera parte de El Quijote.
Por el contrario, el actor teatral Shakespeare había sido ante todo un espectador de las tragedias de su época. Instalado en Londres desde 1592, había visto la hambruna que, pese al esplendor imperial de la reina Elizabeth, consumía al pueblo londinense. Los motines de aquellos años hicieron incluso que cerraran temporalmente los teatros pues, al reclutar la mayor parte de su público entre la plebe, las autoridades temían que las representaciones desembocasen en algaradas.
Protegido por el conde de Southampton, Shakespeare había prosperado como empresario teatral en uno de los primeros teatros estables de Londres, el Globus, así llamado porque en el rótulo de entrada se veía el dibujo de un Hércules que sostenía el globo terráqueo. Esa misma amistad le permitió ser testigo, desde la proximidad, de la luchas por el poder en Inglaterra.
En el año 1601, el conde de Essex organizó un motín en Londres contra la reina, pero fue descubierto y encarcelado. El protector de Shakespeare, aliado del conde de Essex, también fue a dar con sus huesos en la cárcel. Pero en esta ocasión Shakespeare fue en cierto modo actor del drama al prestarse a representar aquellos días en el Globus, por sugerencia del conde de Southampton, su pieza Ricardo III en la que contaba el destronamiento de un rey tiránico. Cuatro años más tarde, Shakespeare asistiría al fracaso del llamado complot de la pólvora, cuando el católico Guy Fawkes fue descubierto en los sótanos del Parlamento de Londres con varios barriles de ese explosivo. Su intención era volar el edificio aprovechando la presencia en él de los diputados y del rey, el recién coronado monarca protestante Jacobo I.
Algunos de los más destacados frutos literarios de dos vidas tan paradójicas fueron, como era inevitable, paradójicos a su vez. Cervantes, el actor de la vida, víctima tantas veces, había opuesto a la crueldad del mundo el humor irónico y la grandeza de la locura de Don Quijote. Shakespeare, el espectador de la vida, testigo de abusos que no había tenido que sufrir en carne propia, había escrito El rey Lear, una obra maestra, oscura y pesimista, en la que la traición, la codicia y la vileza humanas destrozaban las vidas de sus protagonistas.
En sus últimos años, las vidas de Shakespeare y Cervantes continuaron sus cursos paralelos, aunque sus vivencias discurrieran muchas veces en sentidos inversos. Así, mientras Shakespeare no dudaba en utilizar obras de otros autores como base para la elaboración de las suyas, superando por cierto con creces a las que le servían de modelo tal como sucedió con Cuento de invierno, escrita en 1611 a partir de la obra Pandosto, de Robert Greene; Cervantes se vio desagradablemente sorprendido en 1614 por el plagio de El Quijote realizado por Avellaneda, una obra que estaba muy lejos de alcanzar la altura literaria del original y en la que, además, su desconocido autor no sólo se le robaba el personaje sino que incluso le insultaba en el prefacio, tildándolo de “quejoso, murmurador, impaciente y colérico”. Su respuesta fue la publicación de la deslumbrante segunda parte de El Quijote, verdadero fundamento de la novela moderna.
Pero las semejanzas entre ambos autores han seguido manifestándose incluso después su muerte. Sus biógrafos y estudiosos atisban en los dos actitudes religiosas que no eran ortodoxas en sus respectivos países. En el caso de William Shakespeare se apunta su probable condición de papista, es decir, católico, lo que explicaría su apartamiento final de la vida londinense y la desaparición de toda su correspondencia; en el de Miguel de Cervantes, su posible descendencia de judíos conversos, reflejada en el comprensivo retrato que hace de éstos en su obra. Y sobre ambos se proyecta una misma sospecha de homosexualidad: por su condición de esclavo favorito en Argel, en el caso de Cervantes, y por sus íntimos vínculos con el conde de Southampton, en el de Shakespeare.
En todo caso, en el alba del 23 de abril del año de 1616 eran otras las sombras que se cernían sobre ellos. Cervantes había pedido cuatro días antes que se le diera la extremaunción y había escrito un último texto, dirigido a su otro protector, el conde de Lemos, en el que le decía: “ El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, no llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”. Y, tras hablarle de los libros que tenía pendientes, añadía: “Si por buena ventura mía, que ya no sería ventura, sino milagro, me diera el Cielo vida, los verá y, con ellos, el fin de La Galatea”. Pero todos aquellos libros quedaron en mero deseo pues con la llegada del día su vida fue consumiéndose, mansamente, hasta que al fin entregó su alma.
La muerte también le llegó a Shakespeare con el alba del 23 de abril, sentado delante de la chimenea de su casa, y estuvo a punto de llevarse asimismo a su amigo Drayton. Los dos cayeron repentinamente presas de un acceso febril tan violento que el yerno de Shakespeare, el doctor Hall, hubo de acudir urgentemente para atenderlos. Después se achacaría maliciosamente tal colapso a la cantidad de bebida y de comida que habían consumido aquella noche, pero nada se sabe con certeza. Lo único cierto es que el doctor Hall logró revivir a Drayton pero no a su suegro, que quedó tendido en el suelo con los ojos abiertos y murmurando palabras incomprensibles, como si hablara con algún ser invisible, hasta que, poco a poco, la muerte le acogió en su seno.
El mundo, entre tanto, seguía su trágico curso sin que el fallecimiento de ambos escritores, maestros del arte de la palabra en sus respectivas lenguas y sutiles críticos de su época, viniera a alterar un ápice la implacable lógica de intolerancia y codicia que lo regía. En Stratford-on-Avon, sus gobernantes puritanos decidían prohibir toda representación teatral e incluso el paso de las compañías de teatro por el pueblo. En Francia, el cardenal Richelieu, recién nombrado secretario de Estado para Asuntos Exteriores, había conspirado con los príncipes alemanes para evitar que la corona de Bohemia fuera a parar a manos españolas, cosa que acababa de lograr pues Felipe III renunciaba a ella. Una victoria diplomática en la escalada de tensión que conduciría, poco más de un año después, a la devastadora guerra que asolaría Europa durante treinta años. Y en los dominios italianos, el estudioso Galileo se debatía entre su afán de conocimiento y la seria advertencia que el Papa Paulo V le había hecho, dos meses atrás, para que renegase de las tesis copernicanas que afirmaban que la Tierra no era el centro del universo sino un planeta más que giraba en torno al sol.
Cervantes fue enterrado en el convento de las monjas Trinitarias de Madrid. Shakespeare en el coro de la iglesia de la Trinidad, en Stratford-on-Avon. Ambos, parejos en talento, habían recorrido vidas tan paralelas que fallecieron el mismo día, pero... ¿fue realmente así? Porque, como bien podría haber dicho alguno de sus personajes, todo es apariencia en la vida, incluso la muerte.
Ambos murieron en el mismo fatídico 23 de abril pero, en realidad, fueron dos días. Cervantes murió el sábado 23 de abril de 1616. Shakespeare, el martes 23 de abril de 1616. Inglaterra, ya entonces, se medía por reglas distintas que España y mientras aquí regía el calendario gregoriano allí lo hacía aún el juliano. De tal modo que el día 23 de abril de 1616 en Inglaterra se correspondía en realidad con el día 3 de mayo de 1616 español. En otras palabras, aunque la fecha fuera la misma, el dramaturgo inglés falleció diez días después que el novelista español. Cervantes y Shakespeare habían vivido sin conocerse, pero los caprichosos cómputos de los hombres, con una sabiduría inconsciente, les hermanaron en la muerte.