Puerto Rico tiene la extraña propiedad de ser invisible para buena parte de los habitantes del planeta y muy especialmente para la mayoría de los editores europeos. Sólo eso explica dos fenómenos sorprendentes: la incapacidad de muchas de las personas que conozco para ubicarlo en el mapa y la ausencia de la literatura puertorriqueña, salvo contadísimas excepciones, de los catálogos editoriales europeos.
De modo que la olla literaria boricua (término con el que los puertorriqueños gustan denominarse a sí mismos) se ha ido cocinando por su cuenta en un desigual juego de influencias: abierta a las noticias del mundo, que llegan puntuales a la isla, e ignorada por ese mismo mundo en el que se mira.
Sólo eso explica también la moderna madurez de una pieza literaria como la que ahora comento, este libro de relatos del puertorriqueño Francisco Font Acevedo, y el que a fecha de hoy a nadie se le haya ocurrido publicar dicho libro de este lado del Atlántico, a pesar de haber recibido los más encendidos elogios de Luis Rafael Sánchez y Mayra Santos-Febres, dos de los raros autores puertorriqueños que han encontrado eco en Europa.
El de Font Acevedo no es una mera recopilación de cuentos sino un auténtico libro de relatos dotado de coherencia interna, en el que unos textos reenvían a otros y establecen sutiles e irónicas resonancias. Es un proyecto literario, no el fruto de ningún oportunismo editorial, que ha conocido dos ediciones. La primera en 2008 y esta segunda, revisada y corregida, en 2010, prueba de la labor puntillosa y hasta obsesiva de su autor.
El mundo de La belleza bruta es un mundo netamente puertorriqueño, esto es, un territorio cultural mestizo, híbrido de una lengua española rabiosamente defendida y de la paradójicamente enriquecedora contaminación de una lengua inglesa macerada entre las barriadas de emigrantes hispanos en Estados Unidos y la propia presión que esa lengua neo-colonial ejerce en la isla. Un mundo cultural, pues, que lleva en su seno un contradictorio germen de universalidad y que tiene varias ubicaciones en el atlas: las islas de Puerto Rico y también algunas de las más populosas ciudades de Estados Unidos, particularmente Nueva York.
En ese territorio se tejen las pasiones, lenguajes entrecruzados, simbologías contrapuestas y sueños insatisfechos que mueven a los personajes de Font Acevedo, siempre bajo el signo de la desmesura, a través de textos que tanto pueden ocupar las seis páginas del relato inicial como convertirse casi en una novela corta, como le sucede al ubicado justo en el medio del libro.
Desde rituales sádicos en familias de orden, en el relato Guantes de látex, a la creación de leyendas criminales urbanas como la del adolescente protagonista de a.C. y d. C.; desde imposibles amores de barra de bar hasta la feroz desesperación de una residencia de ancianos; mezclando violadores y escritores, asesinos y profesores, la escritura de Font Acevedo levanta sus personajes siempre a partir de la incertidumbre. El lector siente que se adentra en un territorio hostil, un campo minado, sea cual sea el tono del relato, en el que la verdad va a explotarle bajo los pies en cualquier momento. Pocas veces he sentido tan vivamente la emoción de la expectativa narrativa como en estas páginas, que constituyen un lúcido viaje al corazón mismo de estos tiempos violentos que nos ha tocado vivir y de los cuales la sociedad puertorriqueña es bien representativa.
Pues por más que la publicidad califique a Puerto Rico de Isla del Encanto y que su hermosa Naturaleza parezca empeñada en corroborar ese calificativo, el mundo puertorriqueño es un mundo cultural y socialmente perturbado, resultado de conflictos irresueltos cuyos ecos resuenan como tumbadoras debajo de cualquier apariencia de armonía o equilibro. El suyo es un pulso de violencia, de insatisfacción, de marginalidades que sólo se tornan visibles bajo el potente foco de músicas que laten con el mismo ritmo de la calle, ya sean “reguetoneros” o tocadores de “bomba”, y de prosas que actúan como navajas sobre el papel, afiladas y precisas, como sucede con estos relatos que dibujan el mosaico inquietante de un mundo desquiciado. Qué placer como lector encontrar un autor que sabe transformar en belleza la brutalidad de tan terribles materiales.
El libro: La belleza bruta. Ediciones Aventis. San Juan de Puerto Rico. 2010. 278 pags.
El autor: Francisco Font Acevedo, escritor puertorriqueño nacido en Chicago el 15 de septiembre de 1970. Es autor de los libros de relatos Caleidoscopio y La belleza bruta.
¿Pero hasta cuándo ese odio? Es difícil no peguntártelo. Los delegados del partido de la derecha española berreaban ante su candidato un unánime “¡A por ellos!” dirigido contra sus rivales de izquierda. Y no basta que si ganan después las elecciones ese grito no vaya a teñirse de sangre, como se teñía en otras épocas. Porque queda su eco. Un odio que reverbera en las paredes del tiempo y que no parece saciarse nunca.
No han bastado cinco siglos de imposición feroz del catolicismo a sangre y fuego. No ha bastado hacer y ganar una guerra civil, que dejó cientos de miles de muertos durante y después del conflicto. No es suficiente haber mandado al exilio a generaciones de españoles. Ni siquiera importa que su líder hable de concordia. Han bastado ocho años de pacífico gobierno de izquierdas para que su legítima discrepancia de ideas se convierta en triunfal rugido vengativo. España sigue siendo cosa suya y los demás sobramos.
El problema con algunos de los presidentes y expresidentes de gobierno es que son como esos parientes que nos avergüenzan. Como ese tío autoritario cuyas opiniones oscilan entre la chulería y la infamia. Como esa prima tonta de remate de cuya boca nunca salió una palabra interesante. No nos gustan y si los encontráramos por primera vez en la calle jamás serían amigos nuestros, pero los soportamos porque son de la familia.
También estos líderes políticos son nuestros aunque uno no les haya votado. Hablan en nombre de todos. Y son capaces de mentir sobre la autoría de un atentado, mofarse de quienes les critican o apoyar la creación de escudos de misiles. Y se nos sientan a la mesa en el telediario. Y sonríen satisfechos de sus atrevimientos. Decía John Huston en Chinatown: “los políticos, las putas y los edificios feos, si duran lo suficiente terminan por volverse respetables”. Será así, pero dan tanta vergüenza ajena...
El escritor español Félix Romeo ha muerto joven. Otra traición de la traidora Naturaleza. Un drama personal. Pero la muerte del escritor también es nuestra. Es una puerta cerrada tras la cual se pierden mundos que ya nunca conoceremos. Gracias a la literatura el universo se expande con más potencia que la generada en su Big Bang fundacional, porque deja de ser uno para volverse tantos. Universos paralelos donde cada uno puede ser al fin todos los “yo” que le habitan. Incluso aquéllos que ignoraba llevar dentro.
Cuando muere un escritor, perdemos una parte de lo mejor de nosotros mismos: esta inexplicable capacidad de ser más de lo que somos, de ir más allá de la primera frontera, la de la propia piel. Hay un panteón invisible escondido en la virtualidad de nuestro imaginario colectivo. Allí honramos a los dadores de sueños, mientras acá los mercaderes han invadido el templo de la literatura. Pronto será un culto secreto.
El Nobel de Literatura tiene en ocasiones la virtud de hacer descubrir autores que muy pocos conocían. Hay prestigios consolidados en reductos de conocimiento que apenas hallan eco en el barullo del mundo. Es el caso del poeta sueco Tomas Tranströmer. Muchos apenas sabíamos de él hasta que ayer su nombre se hizo mediáticamente universal. Para los conocedores de la literatura nórdica es la consagración de la ola literaria que nos llega del frío. Para los demás, la ocasión de descubrir una literatura sutil que ha hecho del elogio del silencio su principal atributo.
“Me encuentro con huellas de pezuña de corzo en la nieve./ Lenguaje, pero no palabras”, escribe el poeta, que proclama su fascinación ante el poema que “crece, ocupa mi lugar”. Silencio frente a palabras, como una nota blanca en medio de una canción. Un necesario paréntesis. Para apreciar mejor la melodía, para que las palabras recobren algún día su sentido.
Ni siquiera la muerte nos iguala. Los civiles muertos en las ciudades libias de Sirte y Tahuerga ni cuentan ni se cuentan. Ya se murieron en vida porque hay adjetivos que dibujan dianas sobre el cuerpo. Gadafista es uno de ellos. Y los bombarderos de la OTAN no se cansaron de protegerlos día y noche con su manto amoroso de metralla hasta concederles el sueño eterno. Mientras, el recuento de los muertos de Misrata, que perviven en grabaciones de cámaras y teléfonos móviles, no cesa porque hay adjetivos que dibujan sobre el cuerpo el botón Rec. Y rebelde es uno de ellos.
Dicen, sin embargo, que todos los muertos comparten una propiedad: al fallecer, sus cuerpos pesan 21 gramos menos. La pobre medida del alma. Ahora que en el Consejo de Seguridad de la ONU se exige proteger a los civiles sirios, quienes piensan ya en atribuir dianas y botones Rec. harían bien en correr a la pesa más cercana. Hay quienes pierden los 21 gramos en vida.
Escribir desde el otro lado de los márgenes. Sin manual de instrucciones. Sin tablero en la mesa. Sin poder ni órdenes. De eso se trata en este blog. Escribir fuera de juego y fuera del juego. Desde algún lugar del ciberespacio, que puede tener la luz de Lisboa o el bullicio de París, la indignación madrileña o la malicia habanera, las encrucijadas de Nueva York o el horizonte del viejo San Juan.
La idea es simple: dedicar cada día 777 golpes de teclado a capturar la vida que pasa. Como una fotografía que fije un instante, que detenga el vértigo del presente para darnos tiempo a pensar. Esa es la idea. A partir de hoy, en este espacio estrictamente delimitado, pretendo escribir sin límites sobre lo que acontece más allá de esta pantalla, por lejos que sea, y más acá de este corazón, donde hacen eco los golpes del mundo. Me adentro pues en el bosque de la realidad y aquí les dejo esta primera miga de pan, por si se deciden a acompañarme.