Ya Hannah Arendt habló de la banalidad del mal en el nazismo. Los responsables de atrocidades son muchas veces individuos mediocres, funcionarios que cumplen aplicadamente su odiosa tarea, desentendidos del horror que producen. A esa categoría humana pertenece el ex policía español cuyo apodo, Billy el Niño, bastaba para causar miedo en quienes luchaban clandestinamente contra la dictadura de Franco.
Juan Antonio González Pacheco, que así se llama, fue sospechoso de estar relacionado en la muerte del estudiante Enrique Ruano, en 1969, y de formar parte del golpe de Estado de 1981. Un tribunal argentino reclama hoy su extradición para responder de cargos de tortura, dado que nunca ha sido juzgado en España. Hace unos días, con la ayuda del juez, ocultó su rostro a la prensa. Aquí lo tienen, gracias al trabajo de la agencia Colpisa. Un rostro anodino en el que se resume el mal de una época. Llegó la hora de que dé la cara.
*Link a la noticia sobre el descubrimiento del rostro actual de Billy el Niño: http://www.diariovasco.com/rc/20140415/mas-actualidad/nacional/descubriendo-billy-nino-20140414231122.html
Decía Cervantes que “algunos en el estribo se suelen quedar de pie” y así se quedaron el sistema político y la sociedad nacidos de la Transición en España: detenidos a mitad de camino. Hace más de 30 años que no se vive en una dictadura, pero no se ha acabado de construir el edificio de la democracia. De ahí la corrupción generalizada y la crisis institucional que atraviesa el país.
Lo que fueron condiciones para enterrar al franquismo (adopción de una Monarquía decretada por el dictador, impunidad para los represores y silencio para sus víctimas) son hoy los obstáculos para culminar el trayecto democratizador. La política es también pedagogía y no se puede consolidar un auténtico gobierno del pueblo (eso significa democracia) con un Jefe del Estado que nadie elige y si quienes sufrieron la tiranía no son reconocidos y tratados con justicia. No se trata de odios ni revanchas, simplemente ha llegado la hora republicana.
Tras dos meses de violencia y una treintena de muertos entre manifestantes, policías y chavistas, gobierno y oposición venezolanos están al fin dialogando. Ya hubo un inicio de diálogo en enero, pero fue abortado por el brote de violencia del 12 de febrero, y es de esperar que el diálogo acabe con las retóricas desaforadas que tildan de tirano al gobierno y de fascista a la oposición y generan un peligroso odio ideológico.
Claro que hay fascistas entre los opositores, como hay represores sangrientos entre las fuerzas de seguridad, pero lo que toca es denunciar los métodos violentos de aquellos, como ha hecho Capriles, y perseguir judicialmente a estos, como ha hecho la Fiscalía. El intento de golpe vivido en estos meses lo ha sido tanto contra el gobierno, para sacarlo a la fuerza, como contra la oposición pacífica, para desplazarla como alternativa. No hay pues que descartar un nuevo brote “espontáneo” de violencia.
El gobierno Rajoy lleva dos años violentando a la sociedad española con recortes cada vez más restrictivos, que van de la economía a la política, del aborto a la educación, del derecho de manifestación al de información. Como un feroz test de resistencia, como si quisiera saber si se puede meter el cuerpo de un jugador de baloncesto dentro de un traje de primera comunión, el gobierno va encogiendo sin piedad los derechos desarrollados durante estos 37 años de democracia.
Y lo hace a varazos, midiéndole las costillas al cuerpo social. La represión se ha convertido en unidad de cuenta del ejercicio del poder. Rajoy reparte palos y amenazas a dos manos, como comprobaron los periodistas apaleados por la policía en Madrid durante la manifestación antimonárquica celebrada el pasado 29 de marzo. La OSCE ha condenado la actuación policial. Los agredidos han denunciado los hechos al juez. Pero Rajoy sigue blandiendo su vara.
*Link a la noticia sobre denuncia de la represión policial a periodistas en España: http://www.eldiario.es/sociedad/OSCE-inaceptables-agresiones-policiales-periodistas_0_244975832.html
por José Manuel Fajardo
El próximo 7 de mayo se cumplirán sesenta y nueve años de la rendición de las últimas tropas nazis en la Segunda Guerra Mundial. Hace tres días, el 21 de marzo de 2014, los veintiocho miembros de la Unión Europea firmaban solemnemente el tratado de asociación política con el gobierno de Ucrania surgido del golpe de Estado que derrocó al presidente electo del país, Víctor Yanukóvich, el pasado 22 de febrero. Son dos hechos separados en el tiempo, pero entre los que existen inquietantes y paradójicos vasos comunicantes.
Los grandes medios de comunicación europeos han dado cuenta de la asociación, pero la mayoría de ellos ha preferido silenciar la composición del actual gobierno de Ucrania con el que ese tratado se firma. Un gobierno que cuenta con numerosos ministros del partido de extrema derecha Svoboda (entre otros el Secretario del Consejo de Seguridad nacional y Defensa, Andrey Parubi, el Fiscal General del Estado, Oleh Makhnitsky, y el Viceprimer ministro, Aleksandr Sych), y que tiene como presidenta de la Comisión Anti-Corrupción a Tatiana Chornobil, que fue jefa de prensa de la Asamblea Nacional Ucraniana-Autodefensas Ucranianas, movimiento heredero de los colaboracionista nazis durante la guerra mundial. Además, Dmitri Yarosh, líder de los neonazis del llamado Sector Derecha (Pravy Sektor), protagonista de las violentas protestas en Kiev, ocupa la Secretaría Adjunta del Consejo de Seguridad Nacional.
El partido Svoboda se considera sucesor del que fundara en los años 30 Stepan Bandera, quien se integró junto con sus seguidores en la división de las SS alemanas llamada Halychyna, para luchar contra los rusos en la Segunda guerra mundial, y fue responsable de la deportación de 4.000 judíos a campos de concentración nazis, según denunció el Centro Simon Wiesenthal. El homenaje a los miembros de aquellas divisiones de las SS nazis, organizado por el partido Svoboda el 21 de julio de 2013, levantó las protestas incluso del Tribunal Europeo de Justicia. Svoboda obtuvo el 10% de los votos en las últimas elecciones ucranias, ahora gracias al golpe tiene siete de los dieciséis ministerios del gobierno de Kiev reconocido por EE.UU. y la UE.
¿Cómo puede la Unión Europea asociarse con quienes no ocultan su admiración por aquel Eje nazi-fascista que hundió a Europa en el horror? Parece que los líderes europeos han antepuesto sus intereses estratégicos, para expandirse económicamente hacia el Este de Europa y sumar a la OTAN a otra ex república soviética, al respeto democrático de los resultados de las últimas elecciones en Ucrania (que dieron la victoria a Yanukóvich con el 52% de los votos) y a los recelos ante un gobierno golpista cuyo jefe no es miembro de la extrema derecha, pero está rodeado de ésta en puestos claves de poder. Sin embargo, este apoyo a los extremistas no es sólo por cálculo geoestratégico, también responde a la lógica de un fenómeno político que alcanza ya dimensiones continentales: el regreso del fascismo a la vida política europea a través de la puerta abierta por la crisis económica.
Desde que la UE empezó a aplicar la política de austeridad económica para aplacar a los mercados, defendida por la presidenta de Alemania, Angela Merkel, ha habido graves recortes en derechos y ayudas sociales (especialmente dramáticos en Grecia, Italia, España o Portugal) y un crecimiento del paro que se sitúa hoy en una media europea del 10,8%, pero que alcanza el 28% en Grecia, el 25% en España, el 18% en Croacia y el 15% en Portugal. El miedo al futuro se ha instalado no sólo en los países más golpeados por la crisis sino en el continente entero. Y como tantas veces, ese miedo difuso se traduce en miedo al extranjero.
La llegada de inmigrantes ilegales que arriesgan la vida cruzando el Mediterráneo es noticia diaria y los discursos xenófobos de la extrema derecha contra los inmigrantes encuentran cada vez más oídos dispuestos a escucharlos. Los resultados electorales de los últimos cuatro años apuntan inequívocamente a un fortalecimiento de la extrema derecha en toda Europa. El neofascismo y los partidos xenófobos, con diversos grados de virulencia, ganan terreno. Los porcentajes de votos son elocuentes: 29% en Suiza (Partido Popular Suizo), 23% en Noruega (Partido del Progreso), 18% en Francia (Frente Nacional), 15,5% en Holanda (Partido de la Libertad), 9% en Bulgaria (Ataka), 8% en Italia (Liga Norte), 7% en Grecia (Aurora Dorada).
Este auge de la extrema derecha amenaza con quitar votos a los partidos conservadores democráticos y la reacción de estos ha sido escorar sus programas y su discurso cada vez más a la derecha, a fin de evitar una pérdida de votos que daría la victoria a la izquierda. El resultado de ese cálculo oportunista es que hoy se escuchan con relativa naturalidad en los medios de comunicación opiniones como las del candidato del Frente Nacional francés, Paul-Marie Coûteaux, a propósito de los gitanos, cuando hace unos días sugirió la conveniencia de “concentrar a estas poblaciones extranjeras en campos”.
En algunos países en los que el partido de la derecha democrática, como el PP en España, integra en su seno a buena parte de la extrema derecha, los grupos políticos ultraderechistas tienen poco peso electoral, pero las concesiones para mantener la fidelidad de voto del sector extremista hacen que la marginación y represión de los inmigrantes por parte del gobierno se agudice, como se ha visto recientemente en la frontera de España con Marruecos. En otros países, como Alemania, los neonazis apenas llegan al 1,5%, pero cuentan con la tolerancia de los servicios de seguridad del Estado, como salió a la luz en el juicio celebrado en Múnich el año pasado contra los miembros del grupo Clandestinidad Nacionalsocialista, autores de una decena de asesinatos de inmigrantes entre 2000 y 2007. Y en aquellos países en que la extrema derecha cuenta con representación parlamentaria el racismo crece sin rubor, como evidenció la campaña de insultos desatada en Italia el año pasado contra la ministra Cecile Kyenge, por ser negra, una campaña que llegó al extremo de que el propio vicepresidente del Senado italiano y miembro de la ultraderechista Liga Norte, Roberto Calderoli, afirmara que al verla no podía evitar “pensar en las semejanzas con un orangután”.
Empieza a estar claro que las concesiones de la derecha democrática a la retórica de la extrema derecha no están impidiendo que los hijos del fascismo derrotado hace casi siete décadas ganen peso y poder. La extrema derecha ha conseguido imponer su agenda política, hasta el punto de que se considere aceptable pactar con ella para lograr objetivos. El caso de Ucrania es el último ejemplo. Porque el partido Svoboda mantiene fuertes vínculos con partidos como el Frente Nacional francés, la Aurora Dorada griega o el NPD alemán.
La UE está jugando con fuego con sus políticas de austeridad económica y de ampliación hacia el Este de Europa a cualquier precio. Y la Historia nos dice que cada vez que Europa ha jugado a redibujar sus fronteras y derechos, nacionales y sociales, el resultado es una catástrofe.
*Esta crónica ha sido publicada también en el diario El Informador, de México: http://www.informador.com.mx/suplementos/2014/519327/6/la-crisis-abre-la-puerta-en-europa-al-fascismo.htm
Acompañado de lo que es ya un escándalo de manipulación de información, los líderes de la Unión Europea han firmado un acuerdo de asociación con el gobierno golpista de Kiev. La UE ha roto la baraja en Ucrania a un precio que trata de ocultar, pero cuyo coste se verá en los próximos años: apoyar a la extrema derecha, que detenta varios de los ministerios claves del gobierno de Kiev, entre ellos el de Defensa. Por esa gente se levanta de nuevo el fantasma de la guerra fría en Europa.
La frase de Cameron sobre la reacción rusa tras el golpe (“cuando das un puñetazo puedes lesionarte la muñeca”) se vuelve contra la UE como un boomerang pues el origen de la crisis no está en la anexión de Crimea a Rusia, que ha sido una consecuencia, sino en el derrocamiento ilegal del presidente electo de Ucrania con el propósito de arrastrar al país a la esfera de la OTAN y conseguir por la fuerza los vínculos económicos que no se lograron vía diplomacia.
*Links a informaciones sobre la presencia de numerosos ministros de la extrema derecha ucrania en el gobierno golpista de Kiev. Dichas informaciones han sido silenciadas por la mayor parte de los grandes medios de comunicación europeos:
http://iniciativadebate.org/2014/03/03/quienes-son-los-nazis-en-el-gobierno-ucraniano/
http://actualidad.rt.com/actualidad/view/122383-diputado-ucrania-gobierno-fascistas
http://www.rumboaleningrado.net/2014/03/quien-compone-el-gobierno-provisional.html
Diez años después de los brutales atentados de Al-Qaeda en Madrid, la herida del 11-M no se cierra porque a las secuelas del horror se han sumado desde el primer día los estragos de la infamia mantenida por PP y por el diario El Mundo, empeñados en hacer aparecer a ETA como autora de los atentados pese a todas las evidencias en contra, a costa de humillar a víctimas y destruir las vidas de personas inocentes con falsas acusaciones.
El 11-M el PP perdió su legitimidad democrática y El Mundo su prestigio profesional, al mentir cruelmente por un puñado de votos y de ejemplares vendidos. A día de hoy, ni uno ni otro han hecho lo único que cabe esperar de ellos: reconocer su error y pedir perdón. Su táctica repugnante les ha sido rentable: el PP gobierna otra vez España (a quién le puede extrañar su destrozo de derechos cuando ya probó que era capaz de todo por defender sus intereses) y El Mundo es el segundo diario más leído. Da vergüenza.
por José Manuel Fajardo
Fue hace ya más de treinta años, el 8 de julio de 1982, en un hotel de Madrid, el Palace, cercano a la plaza de Santa Ana. Yo vivía entonces en aquel barrio, tenía veinticinco años de edad, colaboraba como periodista en el diario Informaciones y soñaba con ser escritor, pero lo que escribía me producía siempre un terrible desaliento. Mis textos distaban años luz de lo que imaginaba al escribirlos, carecían del latido que, como buen lector apasionado que era, encontraba en los autores que admiraba. De entre todos ellos había uno que reunía a mis ojos todas las virtudes: la prosa deslumbrante, el verso sabio, la concisión y la claridad, la ironía y el humor, la fantasía y la erudición, la intensidad y la precisión. Jorge Luis Borges.
Por eso, cuando llegué a la habitación del hotel y una mujer de melena lacia y entrecana me abrió la puerta y vi a Borges sentado en una silla, cerca de la ventana, comprendí que la entrevista que debía hacerle para el periódico sería un desastre. ¿Qué tenía yo que decirle a un autor como él? Toda mi juvenil pedantería se me vino a los pies de golpe, dejándome ante sus ojos ciegos tal y como yo era: un periodista con más ganas que talento, sin apenas experiencia de la vida, amante de la lectura pero tan ignorante de tantas cosas, tan inseguro de las pocas que conocía y tan ansioso por llegar ya a tocar mis sueños, que quemaba etapas en mi imaginación, dándomelas de escritor ante los demás cuando dentro de mí todo eran dudas. ¿De qué iba a hablar con Borges? ¿De su obra? ¿De su vida?
De repente, todo lo que había leído de él parecía haberse borrado de mi memoria. No estaba siquiera seguro de los títulos. ¿Abencaján el bojarí, encerrado en su laberinto o era Abencaján el bojarí, muerto en su laberinto o prisionero de su laberinto? Por la documentación sabía que Borges no solía dar muchos detalles de sí mismo y, además, en aquella época las biografías de los escritores sólo me interesaban si resultaban “literarias”, trufadas de pasión y locura, como en el caso de Zelda y Scott Fitzgerald. La morigeración borgeana no había despertado mi curiosidad, de modo que apenas sabía nada de su vida privada. Ni siquiera que la mujer que me había abierto la puerta era María Kodama y no meramente su secretaria, como publiqué en la entrevista. Ahora, al releerla en este recorte de papel avejentado que dormita en mi archivo desde hace años, veo casi con ternura que incluso escribí mal su nombre. Puse: “María Kudema”. Eso era yo: un ignorante.
Hoy no recuerdo cómo supe que Borges estaba alojado en aquel hotel. Supongo que me lo dijo alguien de Alianza Editorial, en cuyas ediciones de bolsillo había leído yo la mayor parte de sus textos. ¿Tal vez mi amigo Andrés Laína, que trabajaba allí? No me acuerdo, lo que sí sé es que aquella mañana, nada más enterarme, llamé al hotel para proponer una entrevista. Respondió una voz de hombre.
− ¿Puedo hablar con el señor Borges?
− Sí, soy yo.
Durante un segundo me quedé bloqueado, no esperaba que fuera él quien respondiera. Entonces pensé en la cantidad de ocasiones en que habría sonado el teléfono en alguna habitación de hotel del mundo y Borges habría respondido, sí, soy yo, y al otro lado de la línea un periodista le habría dicho que quería hacerle una entrevista. Le expliqué quién era yo y lo que quería, sin la menor esperanza de que fuera a darme cita. Cuando terminé, me preguntó:
− ¿Y cómo dijo que se llama, joven?
− José Manuel Fajardo −, repetí, mientras me decía a mí mismo que si mi voz resultaba tan juvenil por teléfono, a pesar de mis esfuerzos por parecer un veterano periodista, la negativa estaba asegurada.
Tardó unos segundo en hablar, como si mi nombre tuviera algo particular que mereciera ser estudiado. Por fin dijo:
−Ah, Fajardo… como Saavedra Fajardo. ¿Puede venir esta tarde?
Cuando avisé al periódico de que tenía cita para esa misma tarde con Borges, me prometieron un espacio en primera página. Nada de lo que había escrito hasta entonces había aparecido en la primera de un periódico.
Cuando entré en la habitación del hotel, Borges volteó hacia mí la cabeza y con un gesto del brazo me invitó a sentarme en la silla que había frente a él. “Perdone que no me levante”, se excusó, “he tenido un leve accidente en un pie, por eso he tenido que quedarme estos días en Madrid”. Tomé asiento y el volvió a colocar las dos manos sobre el mango de su bastón, que utilizaba como punto de apoyo incluso sentado. Iba ataviado elegantemente con un traje de chaqueta y, tanto al hablar él como al escuchar mis preguntas, su cabeza permanecía levemente alzada y echada hacia adelante, como quien quiere ver algo a lo lejos, mientras sobre sus ojos muertos, que permanecían inexpresivos cuando sonreía –con una sonrisa amplia que parecía extrañamente juvenil− pesaban unos párpados a media asta.
Como si hubiera adivinado mis pensamientos, Borges empezó a hablarme de su ceguera. En 1955, él, de cuya voracidad lectora da cuenta su obra, dejó de poder leer libros. Después la oscuridad lo fue engullendo poco a poco.
− Es un mal hereditario, mi padre ya murió ciego –me explicó y añadió con un tono en el que entonces yo quise ver la sombra de la ironía: − Conmigo, como no tengo hijos, cesa esta triste dinastía.
Sin embargo, ahora, cuando releo la entrevista y evoco las imágenes que mi memoria recupera (qué extraño, no recuerdo la voz de Borges aquel día, sólo sus gestos), sin saber cuánto hay en ellas de cierto y cuánto de reinvención, me digo que no había ironía alguna en su comentario. Hoy lo evoco como una afirmación en la que había tristeza y fatalidad y resignación. Pero yo estaba empeñado en encontrar al Borges que había imaginado leyendo sus libros y, con la fanática disciplina del entusiasta, me atuve a ese propósito durante toda la conversación. A ese propósito y al de resultar lo más inteligente posible en mis preguntas y comentarios, por supuesto. Lo último que deseaba era que Borges pudiera pensar de mí que era un pobre diablo. Si lo pensó, tuvo la generosidad de no expresarlo, aunque yo creo que, en el fondo, mis esfuerzos le divertían, pues a lo largo de la conversación apostilló cada tanto mis palabras con frases del estilo de “nunca lo había pensado” o “si usted lo dice, será verdad”.
Quise empezar hablando de las dos vertientes contrapuestas de su narrativa, la fantástica y la de sus relatos realistas de tema arrabalero, pero Borges me señaló que esa división era cosa del pasado: “Ya no voy a volver al tema arrabalero, ese es un tipo de vida que ya no existe, aunque quizá por ello adquiere una dimensión mítica. La memoria tiende a mitificar lo pasado y no creo que sea desdeñable el papel que juegue en ello la imaginación”.
Hablamos durante unos minutos sobre los vínculos de la fantasía y la realidad y él insistió en que la escritura realista era un “episodio pasajero” dentro de su literatura. Después pasamos a la poesía. Ya entonces, yo era un apasionado de la poesía de Borges, pasión que se ha acrecentado con los años. Hay versos que tienen el resplandor de una escultura de mármol, perfectos en su ritmo y forma, como el célebre poema a un gato:
“No son más silenciosos los espejos
Ni más furtiva el alba aventurera;
Eres, bajo la luna, esa pantera
Que nos es dado divisar de lejos…”
Se lo dije y él me respondió:
− Me gustan más mis poemas que mis cuentos. Pero se supone que no, que los cuentos son superiores a la poesía. La poesía es más inmediata, más próxima. De todos modos, sí puedo decirle que no soy un escritor frío, como se ha dicho. Creo que hay una gran ternura en toda mi obra.
Si entonces hubiera leído su poema What can I hold you with? (lo leí veinte años más tarde), escrito originalmente en inglés y traducido al español con el título de ¿Con qué puedo retenerte?, y hubiera conocido sus versos apasionados:
“Te ofrezco explicaciones de ti misma, teorías sobre ti misma,
auténticas y sorprendentes noticias de ti misma.
Te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón;
trato de sobornarte con la incertidumbre, con el peligro, con la derrota.”
Habría tenido que darle la razón. Y si aquella conversación que me esfuerzo por rescatar del olvido tuviera lugar hoy, en esta casa de un pequeño pueblo de la Provence francesa donde estoy de paso, seguiría sin dudar el hilo de aquel comentario, trataría de ahondar en la incomprensión que, incluso en plena fama y reconocimiento, sufre tantas veces el autor, le habría preguntado por el vínculo privado del autor con su obra, tantas veces en contradicción con la visión que los otros tienen de ella. Pero entonces no lo hice, pasé de largo ante el tono confesional que Borges había dado a sus palabras y me lancé a una larga y pretendidamente erudita pregunta sobre la complejidad del lenguaje y las opiniones de Chesterton. Y Borges, echándose hacia delante, como si fuera a murmurar un secreto, me respondió algo que, leído ahora, me resulta casi cariñoso, como un guiño hacia mis esfuerzos:
−Yo empecé siendo barroco, como todos los jóvenes. Trataba de imitar a Saavedra Fajardo, a Quevedo, pero me di cuenta que no necesitaba artificios. Tenía que resignarme a ser Borges.
Resignarse a ser Borges. Aquella frase me arrancó una sonrisa. ¡Ya quisiera yo esa resignación! Borges bromeaba, estaba seguro. Recuerdo perfectamente ese pensamiento, que me reafirmaba en mi visión del escritor argentino como una inteligencia irónica en estado puro. No percibí la indirecta que suponía la invocación de nuevo de Saavedra Fajardo, ni la confesión de que eran la frustración y la tenacidad, aliadas, las que permitían a un escritor llegar a tener su propia voz. Discretamente, Borges acababa de regalarme un consejo y a mí sólo se me ocurrió preguntarle por qué había calificado a Quevedo de “literato de literatos”.
−Porque a Quevedo lo que le interesa es sobre todo el lenguaje –me respondió, echándose hacia atrás en la silla, en un gesto que, me parece, era de resignación ante mi falta de empatía−, la suya es una grandeza verbal. A Cervantes, por el contrario, le interesaban más los hombres, los seres humanos.
¿Era otro mensaje? ¿Una sutilísima apostilla a mi incapacidad de percibirle como ser humano, como persona, a mi empeño en verle tan sólo desde su escritura, desde sus palabras? No puedo estar seguro, pero eso es lo que creo, aunque entonces esa idea ni se me pasó por la cabeza.
Decidí entrar en el tema de las influencias literarias, algo inevitable en un autor que tanto ha escrito sobre otros escritores y otras literaturas: de Shakespeare a las sagas islandesas, de Luís de Camões a Jonathan Swift. Autores y textos europeos en muchos casos, le hice notar, a lo que Borges respondió: “Pero es que Europa es nuestro pasado, yo no me siento heredero de los indios, si dijera lo contrario estaría mintiendo. Además, no tiene más que mirarme”. En efecto, en su rostro de argentino de estirpe criolla y antepasados anglosajones y portugueses no había traza de rasgos indígenas. Involuntario testimonio del pasado de Argentina, uno de los territorios americanos donde el exterminio de los aborígenes resultó casi completo.
− En un texto afirmó usted que todo autor crea sus precursores… −le comenté.
− Ah, sí, fue en un artículo sobre Kafka.
− ¿Qué precursores ha creado usted, señor Borges?
Ahí hizo una pausa y por fin respondió:
− Yo, bueno, yo soy un discípulo menor de Quevedo, Chesterton, Shaw… y desde luego de los clásicos latinos.
− ¿Y de la literatura fantástica anglosajona?
− Sí, claro, yo he leído mucho de ella…
− Quizá sea vía Lewis Carroll y Jonathan Swift que le viene a usted esa pasión por la paradoja.
− Es muy posible, Carroll es un autor delicioso y sus Alicias son inolvidables…
− ¿Cree usted que puede hablarse de una literatura fantástica latinoamericana?
− ¿Por qué no? Yo creo que toda literatura es fantástica o con el tiempo se vuelve fantástica. Le diría que no sé si la literatura realista es realmente posible. Hay que pensar que las palabras no son más que convenciones, la realidad no está solo compuesta de palabras, hay también objetos, hechos, pensamientos… Exagerando, yo no sé hasta qué punto Luna es una traducción fiel de la palabra Moon. Creo que cada idioma es un modo de sentir el Universo.
− Sin embargo, usted es también traductor…
− Bueno, ya le dije que estaba exagerando.
En la entrevista publicada, a continuación de este diálogo yo escribí: “Exagera, ironiza, asiente ahora tímidamente… está alerta tras su trato educado, cordialmente respetuoso, divertidamente alerta”. ¿Alerta? ¿Ante quién? ¿Ante mí? No creo haber escrito en toda mi vida un texto más presuntuoso y pagado de sí mismo que esas pocas líneas. Si yo hubiera sido mi redactor-jefe en el diario, habría borrado directamente semejante estupidez al editar la entrevista. Pero el texto pasó y fue publicado, para que hoy pueda yo avergonzarme retrospectivamente.
Acto seguido, Borges regresó por un momento al tono confidencial que yo antes había ignorado olímpicamente. “Me gustaría visitar tres países: Rusia, China y la India”, dijo y como si tales países fueran metáforas, empezó a hablar de poesía de nuevo, “todas las artes tienden a la condición de la música y el inglés, en poesía, tiene la virtud de sus palabras monosilábicas”. Podría haberle preguntado si por eso había escrito él algunos poemas en inglés, pero yo no sabía entonces que lo había hecho. Lo que hice fue preguntarle sobre su relación con el cine, algo que bien pensado no dejaba de ser paradójico en un escritor ciego.
− Escribí sobre cine durante muchos años. Entonces me gustaban mucho los western y los filmes de gangsters. Chaplin, sin embargo, no me gusta: es egoísta y demasiado sentimental. Prefiero a Buster Keaton, aunque ya nadie se acuerda de él…
Hablamos durante un rato de las películas de Keaton, de El maquinista de la General, El héroe del río y Siete ocasiones, y siguiendo el hilo de su memoria visual, nos adentramos en el tema del laberinto, uno de los temas centrales de su literatura. “En mi idea de laberinto”, me explicó, “está presente la influencia de las obsesionantes obras de Kafka”. E inevitablemente evocamos el relato La casa de Asterión, con su Minotauro melancólico, y el de Abencaján el bojarí…, cuidándome de no enunciar el título entero porque seguía sin estar seguro de cómo era, y el de Los dos reyes y los dos laberintos.
− Antes hablábamos de sus influencias − añadí −, pero creo que olvidamos citar la presencia de Oriente en su obra.
− Claro, tenga usted en cuenta que yo, de niño, leí las Mil y una noches y La Biblia, y creo que con esas lecturas basta para despertar el interés sobre estos temas. Además, me atrae enormemente la Cábala. Recientemente mantuve unas conversaciones en Jerusalén sobre ella. No creo que sea extraño, pues, que el laberinto, el destino y la paradoja estén presentes en mis relatos.
Esas palabras me despiertan, treinta años después, reflexiones sobre mi propia condición de escritor, ahora que llevo más de veinte publicando libros. Yo no me declaro discípulo de Borges, ni siquiera menor. Su obra y su genio son algo que he podido disfrutar sin haber sabido nunca qué hacer con ello. En un momento de temeridad (que coincidió con esas vacaciones del yo que, contra lo que se cree, representa escribir una novela) me he atrevido incluso a atribuirle una frase que en realidad es mía: “Ser todos los hombres es infinitamente más fácil que ser uno solo”. Pero se trataba de una broma literaria, un guiño al lector cómplice que me leyese y al lector cómplice que fui yo cuando leía a Borges. Sin embargo, según pasa el tiempo me voy dando cuenta del modo en que su obra me ha influido a la hora de escribir. A él le debo, conscientemente, el interés por las sagas islandesas que me llevó a escribir el relato de la epopeya vikinga y la primera presencia europea en América, bautizada por Leif Erikson como Vinland. Sé que la gran biblioteca del protagonista de mi novela Mi nombre es Jamaica es un homenaje a la borgeana biblioteca-mundo presente en su libro Ficciones. Y sospecho que mi interés por la historia de los judíos españoles, tanto en su diáspora sefardí como en la tragedia de los criptojudíos que padecieron persecución en España, debe mucho al propio interés de Borges por la Cábala y por la historia del judaísmo, presente en poemas como El Golem o relatos como Emma Zund.
Claro que todo esto sólo lo he sabido o deducido a posteriori, porque uno lee y olvida y es en el olvido que la lectura se vuelve fructífera. También porque no es lo mismo querer escribir un libro, como me ocurría entonces, incluso estar escribiéndolo, que haberlo escrito. La obra terminada ofrece otra perspectiva sobre el proceso creativo, también sobre uno mismo, nos modifica. O quizás sólo nos ayuda a levantar en parte los velos de la ceguera con que empezamos a andar el camino de la escritura. Lo que no es poca cosa.
Me doy cuenta de que en este escrito, hasta ahora, he hablado bastante mal de mí, del joven pretencioso que era yo entonces. Voy a romper una lanza en su favor. Si mis limitaciones eran muchas, al menos supe dejar testimonio, al escribir aquella entrevista, de los gestos y las palabras de Borges que hoy me permiten reinterpretarla de manera diferente. No tuve la lucidez para comprenderlo entonces, pero sí la artesana habilidad de dar fe de lo ocurrido.
Así, reproduje algunas frases de la conversación con Borges que cerraron nuestra charla y que, leídas por quien soy hoy, me llevan de nuevo a desmentir al joven periodista que era.
Después de explicarme la dificultad de escribir desde la ceguera –“antes de ponerme a dictar tengo que trabajar con multitud de esquemas y resúmenes mentales, lo que hace que el trabajo sea muy lento”−, Borges me habló muy elogiosamente de la obra de Gabriel García Márquez, de la guerra de las Malvinas, que terminaría una semana después de nuestra conversación y que él repudiaba abiertamente, y mostró un tremendo pesimismo:
− Para ustedes, en España, pese a los problemas, aún hay esperanzas. Yo no sé si las hay para mi país.
Un pesimismo que, treinta años después, se podría expresar en términos exactamente opuestos.
Aunque en ningún momento dio muestras de impaciencia o de fatiga, me di cuenta de que debía poner punto final a la entrevista. La charla se había vuelto un poco errática, saltando de un tema a otro. Decidí hacerlo de manera periodística: le pregunté por su próximo libro.
−Es un libro de relatos, pero tan sólo llevo escritos unos pocos. Espero que salga el año que viene en Alianza Editorial.
− ¿Por qué otra vez relatos? – repliqué. Está claro que el aspirante a escritor que yo era no se resignaba a dejar que fuera mi yo periodista quien hiciera la última pregunta − ¿Por qué esa obsesión por el resumen, por el cuento?
− Porque soy un haragán – y Borges lanzó una amplia sonrisa al vacío que le rodeaba. – Tengo miedo de estropear las cosas. Si escribo mucho, las echo a perder.
Después de estas palabras, en la entrevista se lee mi comentario final: “Evidentemente, nadie puede creerle. Borges, una vez más, bromea”. Nada más falso. He releído una y otra vez esa entrevista, para glosarla aquí, y no veo broma alguna en ella. La cordialidad, el humor ligero y un tanto amargo, se me aparecen hoy como las maneras de un hombre consciente de hallarse al final del camino que, sin embargo, ha decidido hablar con un joven desconocido. ¿Por qué? Ahora intuyo que, en realidad, lo hizo con la esperanza de poder hablar de Saavedra Fajardo, un pensador español del siglo XVII, diplomático en plenas guerras europeas, autor de tratados políticos y de una satírica crítica literaria titulada La república literaria, que aparte su erudición (rasgo que seguramente admiraba Borges) da testimonio de cómo la crítica, aún la más avispada, suele ignorar buena parte de las obras de su tiempo que están llamadas a pasar a la posteridad: Saavedra Fajardo no dice una palabra, por ejemplo, de Cervantes y su Quijote. Todas estas cosas las sé hoy, claro, entonces no conocía más que su nombre por los libros de Historia.
Al Borges con quien conversé aquella tarde de 1982 lo veo en mi memoria como un hombre viejo y casando al que, entonces no lo podía saber, apenas le quedaban cuatro años de vida. Un hombre que intentó hablar conmigo sobre un personaje del barroco que no tenía ninguna actualidad periodística, quizá porque le divertía la coincidencia de apellidos, quizá porque era una manera de regresar a su juventud y a sus lejanas lecturas, quizá porque también estaba cansado de hablar siempre sobre ese otro Borges que, según él mismo decía, ocupaba su lugar y concedía entrevistas y publicaba libros. Sin embargo, fue a ese otro Borges público al único que logré ver durante aquella conversación, y con él hablé de todo aquello sobre lo que él ya había hablado mil veces. Al Borges privado, al que se asomó en algunos momentos de la charla esperando vanamente de mí algo que no podía darle, a ese no le dirigí una sola palabra.
Por eso, en mi recuerdo, aquella conversación ha tomado casi la forma de una parábola: la de quien no estando ciego se muestra incapaz de ver a quien tiene delante y se convierte de hecho, para esa otra persona, en un mudo… por mucho que hable.
*Este texto se publicó en el número 2 de la revista Intranqu'îllités, de Haití, en mayo de 2013, y ha sido revisado para el blog "Fuera del juego".
La peligrosa situación de Ucrania es fruto de un proceso político en el que la Unión Europea y EE.UU. han jugado un papel determinante, al respaldar a los golpistas que derrocaron en Kiev al presidente electo. Los numerosos muertos, víctimas de los francotiradores durante las protestas, fueron la gran justificación de ese apoyo.
El canal ruso de televisión RT ha hecho pública la grabación de una conversación del ministro de asuntos exteriores de Estonia y la jefa de la diplomacia de la UE en la que éste afirma que “ahora se hace más evidente que detrás de los francotiradores no estaba Yanukóvich, sino que había personas de la nueva coalición". El ministro ha confirmado la autenticidad de esa conversación, pero los grandes medios apenas hablan de ella. Mientras, Svoboda, partido similar al Aurora Dorada griego, controla el ministerio de Defensa, el espionaje y la fiscalía en el gobierno golpista respaldado por la UE.
*Link al artículo sobre la conversación grabada:http://actualidad.rt.com/actualidad/view/121569-ucrania-francotiradores-kiev-protestas-ahston
Hay algo de profundamente equivocado en la vida, quizá sea nuestro empeño en encontrarle un sentido. Ha muerto Ana María Moix y yo sigo viéndola sentada en el despacho de Ediciones B. donde la vi por última vez al poco de que me hubiera editado un libro de cuentos. Sigo viendo su sonrisa de bondad escarmentada y su mirada inteligente. Veo en mi biblioteca sus libros de poeta sin concesiones. Y hay algo equivocado en todo esto, en este pasar tan deprisa, en este vivir segundo a segundo perseguidos por las sombras de lo que fuimos y deslumbrados por los paisajes del futuro, sin mirar apenas este diminuto presente que se escapa y nos va robando la vida como sin querer.
Ahora toca decir adiós una vez más, y ya son muchas despedidas, hasta que un día alguien lea nuestra muerte en un periódico y recuerde la última vez que nos vio y se pregunte cómo es posible, en qué se ha ido el tiempo, cómo puede estar la vida tan profundamente equivocada.