Lo sucedido con banqueros y estudiantes españoles es un ejemplo de que igualdad sólo existe en la retórica de los gobernantes. La Asociación Española de Banca ha nombrado como su presidente a José María Roldán, exdirectivo del Banco de España responsable del cataclismo bancario que ha costado a los españoles 40.000 millones de euros. Prueba de que la crisis ha sido una catástrofe para la mayoría y un pingüe negocio para algunos. Los grandes banqueros saben agradecer a quienes les favorecen.
El ministro de economía se ha limitado a mostrar su desacuerdo con ese nombramiento, mientras que su colega, el ministro de Educación, señor Wert, ha decretado la supresión de ayudas a la mayoría de los alumnos del programa Erasmus, a mitad de curso, y encima les pide que “se sacrifiquen”. Pusilánimes con los poderosos, arrogantes con los débiles. Los lobos ya no se disfrazan de ovejas. Ahora pretenden hacerse pasar por pastores.
El dolor llega como un aluvión, por todos los medios. Los cadáveres de emigrantes clandestinos muertos de sed en el desierto de Argelia, cuando buscaban el Paraíso (o por lo menos salir del Infierno). Las cuchillas instaladas en la verja de Melilla por las autoridades españolas para que los inmigrantes que pretendan saltarla se corten manos y piernas. Los testimonios de niños paquistaníes ante el Congreso de EE.UU para explicar qué se siente cuando un dron masacra a tu familia.
Esta sobredosis de horror y dolor puede hacer pensar que vivimos los tiempos más atroces de la Historia, pero no es cierto. La Humanidad es capaz de matar mucho más y de forma más horrible. Ya lo ha demostrado. Pero hoy sabemos. Estamos al tanto. Las apariencias del poder ya no engañan más que al que quiere ser engañado. Por eso este es el tiempo de la responsabilidad. Nadie podrá decir, ante la tragedia de la inmigración o de la crisis, que no lo sabía.
La corrupción de la vida política comienza mucho antes de que un político decida llenarse el bolsillo. Nace de la pérdida del respeto a los rivales y de la disposición a decir cualquier cosa con tal de desacreditarlos. Es en el desprecio absoluto al otro donde germina la falta de respeto a sí mismo.
El apogeo corrupto que vive el PP (Bárcenas, Gürtel y cía) ya venía anunciado cuando, desde la oposición, se lanzó a la más vergonzosa campaña de calumnias de la historia política de la democracia española (la que acusaba al PSOE de connivencia con ETA). Ahora el Tribunal de Estrasburgo ha obligado a poner en libertad a etarras que tenían cumplidas sus penas y las mismas asociaciones de víctimas que el PP utilizó contra el PSOE se han vuelto contra él, obligándole a mirarse en el espejo de sus manipulaciones. Que el PP invoque hoy sus muertos para rebatir las críticas, sólo resalta su mezquino olvido entonces de los muertos ajenos.
Si la arbitrariedad es la consecuencia de todo sistema autoritario, la enfermedad moral que suele acompañar a la democracia es la hipocresía. El poder político en un sistema democrático deriva de la voluntad popular expresada en las elecciones. La tentación de acabar convirtiendo el instrumento (las elecciones) en un fin hace que muchos políticos traicionen sus ideas y alimenten los bajos instintos del electorado con tal de arañar un puñado de votos a sus rivales.
Es lo que hace el ministro del interior del gobierno socialista francés, que parece querer frenar el auge del ultraderechista Frente Nacional con gestos como la expulsión de la niña gitana Leonarda. La crisis da alas a la extrema derecha en Europa, pero adoptar una versión ligth de su discurso xenófobo sólo sirve para fortalecerla. La política es también pedagogía y quien siembra miedo, sospecha e intolerancia cosecha inevitablemente autoritarismo.
Snowden no debe ir a la cárcel, sino recibir el Pulitzer de periodismo porque sus informaciones sobre el espionaje mundial de EE.UU. están revelando el verdadero rostro de nuestro tiempo: el de un imperio que usa la paranoia antiterrorista para enmascarar otros intereses.
¿Temía el servicio secreto estadounidense que Ángela Merkel fuera agente de Al Qaeda, una narcotraficante o una blanqueadora de dinero negro? Y la presidenta de Brasil y los otros treinta y tres líderes mundiales espiados, ¿eran peligrosos asesinos, líderes de alguna secta criminal o grupo mafioso? Desde los atentados del 11-M la respuesta de EE.UU a los crímenes terroristas ha estado presidida por una desmesura que ha arrasado derechos y legalidades hasta convertir el legítimo deseo de detener al terror en excusa para defender ilegalmente sus intereses económicos y estratégicos. Ese es el peor atentado a la democracia que se dice defender.
Con Álvaro Mutis se pierde otro sabio de la lengua, otro creador de mundos y el nuestro se nos va haciendo más chiquito con su ausencia. Hace unos meses me pidieron un texto para un libro que debía rendirle homenaje en su 90 cumpleaños. Elegí hablar sobre la primera novela del ciclo de Maqroll, el Gaviero. Hoy lo recupero aquí para despedirle en su marina derrota final, con toda mi admiración y mi afecto.
LA NAVE QUE NOS LLEVA
Toda vida es un viaje, por eso el viaje es la metáfora central de la literatura. En los tiempos en que poesía y narración no habían separado sus caminos, la figura del viajero se convirtió en el primer referente de la literatura de Occidente: Ulises. A su estirpe viajera pertenecen Eneas y Jasón, Don Quijote y Simbad, Lord Jim y Sal Paradise. También Maqroll el Gaviero. Como Ulises, Maqroll nace de la poesía para contar la historia de sus empresas y tribulaciones. Cuando lo encontramos en la primera de las novelas de Mutis que lo tiene por protagonista, sentimos ya el peso del fardo de su pasado doblándole la espalda. No es un personaje nuevo, la misma estructura de la novela nos lo revela, llena de referencias, de guiños a pasadas andanzas, de sobreentendidos. El autor conoce de antiguo al Gaviero y el lector se siente ante un relato heredado, lo que explica la inmediata dimensión legendaria ganada por el personaje ya en su primer paso por la narrativa. Maqroll es el héroe cantado por el Mutis poeta y bajo esa lírica luz se torna leyenda en su prosa, pues si la poesía es el territorio de la experiencia donde se forjan los héroes, la narrativa es el cofre donde se guarda memoria de ellos.
Pero si Maqroll y Ulises comparten orígenes poéticos, sus andanzas y caracteres más que divergentes se hacen muchas veces contrapuestos. Maqroll versus Ulises. Allí donde el héroe de Homero se muestra artero, astuto y despiadado, dispuesto a todo con tal de alcanzar sus objetivos, el Gaviero de Mutis ofrece su ensimismamiento, sus reflexiones fatalistas, su sensibilidad extrema y una ambición desganada que nace de la conciencia de que, a la postre, todos sus esfuerzos han de ser vanos. Ulises es un héroe del triunfo, Maqroll lo es de la derrota. No en vano esta palabra, derrota, designa por igual la suerte del vencido y la del marino.
Al rumbo de un barco se le llama derrota porque de alguna manera rompe (deriva del verbo latino rumpo) los límites de ese metro cuadrado de existencia que cada ser humano habita. El viaje los trasgrede, abre camino, como la quilla rompe las aguas. Y a un revés militar se le llama derrota (deriva del francés dérout, que a su vez viene también del latino rumpo) porque implica la ruptura, la desbandada de los vencidos, que pierden así su ruta. Con una sola palabra, como un mensaje cifrado, la lengua castellana nos avisa de que si toda vida traza la derrota de un viaje, el final de este viaje se sella siempre con la pérdida. Hay pues mucha más sabiduría en el escéptico Maqroll que en su antepasado Ulises, tan tenaz y convencido de que la llegada a Ítaca es el final del viaje.
Ítaca es la isla legendaria por antonomasia de los tiempos clásicos, la isla del posible retorno, el lugar donde se restablece el orden perdido. Frente a ella, la isla de Utopía, avistada por el héroe marino de Thomas More, Raphael Hythloday –otro perteneciente a la estirpe literaria de los viajeros−, se alza como la isla de los tiempos modernos, la isla de la ida, de la búsqueda, del establecimiento de un orden nuevo. El Gaviero de Mutis navega entre ambas islas o quizás fuera mejor decir que se pierde entre ellas.
El Gaviero quiere regresar a su hogar, como el héroe homérico, pero es un héroe moderno, bien a su pesar, consciente de que nadie regresa al mismo lugar del que partió porque el tiempo del viaje todo lo trastoca, lo borra, como hace desaparecer en La Nieve del Almirante la tienda de Flor Estévez, convertida en tendejón ruinoso cuando al fin Maqroll retorna a ella, o lo transforma, pintando en el paisaje rostros, afectos y rasgos nuevos en los que no siempre se puede reconocer. El hogar de Maqroll es la tierra alta de cafetales de la cordillera, el mismo territorio del que proviene Mutis y al que dice deber su inspiración y afecto. Pero uno sospecha, con tantas idas y venidas de ese otro yo posible de Mutis que es su Gaviero, que por más veces que el escritor haya regresado a su tierra natal, algo se ha perdido definitivamente en ella, algo que lleva buscando desde hace más de cuarenta años en sus novelas. Quizá porque la isla metafórica a la que Mutis, como Maqroll, quiere regresar no es un lugar físico sino un lugar en el tiempo perdido del Medioevo, un lugar del pasado; y el pasado es, precisamente, el único reino que, una vez atravesado, no permite el retorno. La suya, la de Mutis cuando se declara monárquico y legitimista y añora los tiempos de la Monarquía Española en América, la de Maqroll cuando especula con la suerte de Europa si no hubiera movido al Duque de Borgoña un ánimo asesino, es la isla de la ucronía, una isla inalcanzable.
Una voz en sueños le murmura a Maqroll: “Más lejos, quizás”. Pero él sabe que su búsqueda es sin esperanza; que la costa ucrónica que procura en su derrota es la línea misma del horizonte y, como éste, se aleja a medida que nos acercamos; que al final le aguarda una tumba como aquella de las ruinas de la antigua fortaleza de los cruzados del Crac de los Caballeros, cerca de Trípoli libanés, en la que se lee con postrera certeza: “No era aquí”.
Y, sin embargo, Maqroll el Gaviero viaja. A los puertos del Norte. A las islas de Creta o de Madeira. Establece sus propias reglas de vida y a ellas se atañe con dolorosa fidelidad. A la felicidad efímera del cuerpo de la mujer. A la enemistad con los hombres que juzgan, legalizan y gobiernan. Al consuelo de saber que si lo vivido es irrecuperable, es sin embargo su viento el que nos impulsa hacia nuevas búsquedas.
Que Mutis eligiera para un marino oceánico la remontada de un río selvático, en su primera novela sobre el Gaviero, marca simbólicamente ese imposible retorno contracorriente del tiempo. Es el río de Jorge Manrique y es también el de Conrad. El río como prueba y como desatino. También como fatalidad. Muchas veces me he dicho que, en el fondo, tuve suerte de no haber leído todavía ese libro del ciclo narrativo de Maqroll cuando escribí mi primera novela, Carta del fin del mundo, en la que los atribulados hombres que Colón dejó en el Fuerte de la Navidad remontan también un río selvático en busca de una felicidad tan imposible como cruel. Si lo hubiera leído, quizá no me hubiera atrevido a cometer la temeridad de adentrarme en esa geografía simbólica que Mutis describe tan magistralmente.
Había conocido a Álvaro Mutis en la antigua villa corsaria francesa de Saint-Malo, yo era entonces un joven periodista, no sé si muy feliz pero sí razonablemente indocumentado, y sólo había leído algunos de sus libros de poesía; y aunque compartí con él unas horas de charla, tengo hoy la sensación de haber perdido una oportunidad, de haber dejado pasar a mi lado la ocasión de recibir un mensaje que tal vez me hubiera ahorrado meandros y manglares en el río de la escritura, un buen consejo de marino. Sé que no mantuve con él una verdadera conversación porque sólo guardo un vago recuerdo de lo que hablamos, aunque sí recuerdo nítidamente el tono cordial de la charla y de algunas bromas sobre la monarquía, entre un monárquico añorante e irónico y un republicano convencido como yo, que me hicieron simpatizar de inmediato con él. Supongo que me faltaban años y me sobraban expectativas y pretensiones. Dos formas de sordera. Supongo también que este texto que ahora escribo intenta, quizás vanamente, reparar aquel desencuentro. En todo caso, después de volver a seguir la derrota de Mutis y su Gaviero para poder escribirlo, yo también me resisto a desistir −como hace el propio Maqroll, como sospecho que siempre ha hecho Mutis − y a dar por canceladas las esperanzas bajo el peso abrumador de su fatal discurso.
Otro de sus personajes, el Capitán del lanchón que remonta el imaginario río Xurandó, tras asistir a Maqroll durante la enfermedad que está a punto de llevarlo a la muerte, le dice: “Cuando uno se encuentra con alguien que ha vivido lo que usted ha vivido y que ha pasado por las pruebas que han hecho de usted el que es ahora, el ser su testigo y compañero es algo tanto o más importante que si esas cosas le hubieran sucedido a uno”. De igual modo, uno gana experiencia de vida al leer las tribulaciones de Maqroll porque al hacerlo se transforma en testigo y compañero de sus viajes, sin que importe que estos sean imaginarios y él mismo un personaje de ficción. Al fin de cuentas, ¿no lo somos todos de alguna manera, no somos acaso criaturas creadas por el relato que nos contamos a nosotros mismos sobre nuestra identidad? Basta la lejanía del tiempo para ver cómo las biografías se tiñen de sombras, abandonan esa certidumbre de los vivos para adentrarse en el territorio de las quimeras. Si no, ¿cómo explicar que algunas de las figuras claves de nuestra cultura sean tan misteriosas como personajes literarios y que aún hoy se debata sobre la nacionalidad de Colón, sobre si Shakespeare escribió sus obras o las plagió (o si existió realmente) o sobre el posible origen juedoconverso de Cervantes?
Leyendo a Mutis y escribiendo mis propios libros he comprendido que la tierra prometida, la isla que procuramos, es en realidad la nave que nos lleva, y que es nuestra derrota viajera hacia la derrota final la que nos define y, en tanto estamos viviendo, nos hace inmortales. Pobre consuelo, quizás: una simple nave de carne, huesos y sueños, siempre a merced de las inclemencias, irremediablemente destinada al naufragio. Pero es desde su cofa imaginaria desde donde, como gavieros, atisbamos el mundo y pugnamos por trazar un rumbo. Mientras nos lleven los vientos.
El libro: La nieve del almirante. Álvaro Mutis. Punto de lectura. Madrid. 2013.
El autor: Álvaro Mutis (Bogotá, 1923- Ciudad de México, 2013). Poeta y narrador. Premio Xavier Villarutia, Premio Príncipe de Asturias, Premio Reina Sofía de poesía, Premio Internaciona Neustald y Premio Cervantes. Hijo de diploático, viajero infatigable. En 9153 publica el poemario Los elementos del desastre, en el que aparece por primera vez la figura de su personaje Maqroll, el Gaviero, que se convertirá en el gran protagonista de su obra narrativa a partir de la novela La nieve del Almirante. El ciclo de seis novelas de Maqroll ha sido recogido en el volumen Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
Después de sacrificar a sus ciudadanos en el ara de los acreedores de su país, a Rajoy sólo le faltaba embarcar a España en una guerra para completar la siniestra caricatura de gobernante que lleva encarnando desde que, por obra de una fraudulenta ley electoral, llegó al gobierno con mayoría absoluta parlamentaria. Su gobierno se ha sumado, en la reunión del G-20, a la Partida de Linchadores formada por EE.UU. y los diez países que apoyan un ataque contra Siria sin respaldo de la ONU, violando las leyes internacionales.
Castigar con la muerte a un presunto delincuente, sin juicio ni condena, es tomarse la justicia por la mano, un puro linchamiento en el que, para colmo, gran parte de las víctimas serán civiles que nada tuvieron que ver con el delito. Desde hoy, esta va a ser la guerra de Rajoy, como la de Irak fue de Aznar. Otro ejemplo del servilismo irresponsable de los gobernantes españoles ante el Gran Hermano americano.
Uno acaba la lectura de “Las niñas perdidas” casi sin aliento, como si hubiera recibido un golpe en el estómago. Quizá por eso, su autora, Cristina Fallarás, ha colocado un epílogo después de la palabra FIN con que termina el relato (ese FIN que recuerda a las antiguas películas y que en esta novela no es tanto el punto final de la trama como el telón que cae y aparta de nuestra vista a los personajes). Un epílogo que deja un regusto amargo, pero lo hace desde una racional ironía, no desde las vísceras. Y uno lo agradece.
“Las niñas perdidas” es una novela incómoda. Una gran, dura, brillantísima, apasionante e incómoda novela negra. Tan deslumbrante como inquietante. Su incomodidad no proviene del gore tan a la moda en el género, aunque la crueldad física más bestial es el tema mismo del libro: el secuestro y brutal asesinato de dos niñas.
El acierto y el riesgo que asume Fallarás en el libro es precisamente el de llevar el espanto al lector no a través de su descripción detallada y morbosa (y de nuevo, cansado del espectáculo de truculencias presente por todas partes, uno lo agradece), sino haciéndole compartir la sensación de horror que sienten los personajes enfrentados a esa violencia. No vemos los cuerpos torturados, lo que vemos es el espanto ante esos cuerpos de Victoria, la detective que investiga el caso, de su ayudante, incluso del sicario que ha de vengar el crimen.
Lo que incomoda en “Las niñas perdidas” es sentir como lector que ese horror no está ahí fuera para que puedas apartar los ojos de él, sino que te está tocando, que de alguna manera el arte narrativo de la autora ha sabido transferirlo de las páginas del libro a tus propias entrañas.
En esta sociedad que apuesta por el conformismo y la comodidad (desde los insípidos tomates sin pepitas hasta las elecciones generales), la escritura de Fallarás es un acto de rebeldía y exige del lector una ruptura radical con los prejuicios y acomodos. Obliga a pensar. Es una novela escrita con rabia que da cuenta de la rabia que corroe a su protagonista, la detective Victoria González. Un personaje memorable, digno de entrar en la galería de los detectives legendarios.
Pero Fallarás tampoco se lo pone fácil al lector con su protagonista. Victoria resulta a veces brutal, sus descargas de ira contra animales harán removerse a más de uno en su silla mientras lee, y a veces trasluce una desesperada y dolorida ternura, cuando se dirige a la criatura que lleva en el vientre. Porque es una detective embarazada. Otra imagen desconcertante. Otro hallazgo poético salvaje de la autora, que es capaz de hacer brillar la inocencia y la belleza en medio de la degradación y la muerte.
La Barcelona que describe Fallarás no es la que buscan los turistas ni la que aparece en películas como “Vicky Cristina Barcelona”, de Woody Allen. Es una Barcelona sucia, brutal y despiadada. Y la Vicky de Fallarás (el apelativo familiar de la detective) está en guerra contra esa sociedad que detesta y contra un pasado que la consume. Ella misma lo dice: “Esta es mi rabia, este es mi mundo, estas son mis maneras”.
Impulsada por esa rabia y con maneras afiladas como un cuchillo, se adentra sin dar respiro en el enredo de una trama sólidamente construida, rebuscando en los costurones del cuerpo social de España, tan mal cosidos desde el tránsito a la democracia que siguen supurando sangre y desesperación. Una novela que une todas las virtudes de la novela negra −la definición de caracteres, el vértigo narrativo, el retrato social, la mirada ácida sobre los conflictos morales− con un lenguaje expresivo y fustigador, moldeado por una pasión literaria deslumbrante. Pura literatura, sin concesiones.
El libro: Las niñas perdidas. Cristina Fallarás. Roca Editorial. Barcelona. 2011. 194 páginas.
La autora: Cristina Fallarás (Zaragoza, 1968). Narradora y periodista. Autora del libro testimonial Rupturas: una doble visión (2003) y de las novelas No acaba la noche (2006), Así murió el poeta Guadalupe (finalista Premio Dashiell Hammett de Novela Negra 2010) y Últimos días en el Puesto del Este (Premio Ciudad de Barbastro 2011). Con Las niñas perdidas obtuvo el Premio de Novela Negra L’H Confidencial 2011 y el Premio Dashiell Hammett 2012. Su último libro, A la puta calle, narra una historia real, la del desahucio de la propia autora, y através de ella la crónica del impacto de la crisis económica en miles de familias españolas. Dirige la web www.sigueleyendo.com
Resulta escalofriante la ligereza con que muchas personas, que serían incapaces de reventar la cabeza con un martillo a la niña pequeña de sus vecinos, proclaman la necesidad de bombardear Siria para “defender” a los civiles. Porque los bombardeos también matan familias. Para justificarse afirman que hay que “hacer algo” para detener las masacres de la guerra civil siria.
De acuerdo, pero ¿cómo se va a considerar legítimo y justo que nuestros ejércitos maten inocentes a su vez? ¿Basta decir: fue sin querer? El suyo es un razonamiento ciego al riesgo de generalizar la guerra y a la evidencia de las matanzas de civiles por los ataques redentores en las últimas guerras “justicieras”. ¿Se puede acallar la incomodidad de la conciencia ante las atrocidades de otros, cerrando los ojos ante las consecuencias de los actos propios? ¿A cuántos seres humanos habrá que matar esta vez para que los redentores duerman tranquilos?
La derecha española parece olvidar que la palabra Parlamento viene de “parlar”, de origen latino, que significa hablar, y que de Parlamento se deriva la palabra “parlamentar”, cuyo significado es hablar o conversar. Es decir, por origen y por destino, la misión del Parlamento no es otra que la de permitir la conversación, la confrontación de ideas, sustituyendo el conflicto violento por el pacífico uso de la palabra. La base misma de una coexistencia civilizada.
Por eso impedir a la oposición expresar sus ideas, aun cuando estas resulten incómodas o desagradables, so pretexto de las “buenas maneras parlamentarias” o utilizando la mayoría absoluta parlamentaria para negar incluso el debate de propuestas, como hace el PP en el Parlamento español, es más que la expresión de una mentalidad autoritaria y la aberrante imposición de un Parlamento amordazado, es un atentado directo a la coexistencia de los españoles.