Protestar en los parques o en las calles es un derecho que Occidente y Estados Unidos en particular están dispuestos a imponer en otros países si hace falta a cañonazos. Gadafi y Sadam Hussein lo aprendieron con sangre. Para defender el derecho de los ciudadanos a instalar su protesta en la calle se arrasan países, se bombardean ciudades, se arruinan economías y se mata a miles de personas. Para que puedan protestar sin límites (los que sobrevivan).
Pero hay gente en Occidente que no sabe valorar la estricta pedagogía democrática del poder. Y se indigna. Y se atreve a ocupar Wall Street (con lo ocupados que están los banqueros ahora). Y altera el orden. Con lo que costó reducir a ruinas a Sirte o a Bagdad. No aprecian el esfuerzo. Por eso hay que sacarlos de los jardines del parque Zuccotti de Nueva York, donde han acampado llenándolo todo de tiendas y sacos de dormir como si en Occidente hiciera falta protestar en los parques.
Cuando no se busca no se ve. Esa es la forma más eficaz de ceguera. Una ceguera blanca en la que cada cual adivina la luz que le conviene. La policía alemana ha desmantelado un grupo terrorista neo-nazi que había cometido, por los menos, diez asesinatos durante los últimos trece años. Por lo menos. Un tiempo de impunidad desmesurado en un país abanderado de la eficiencia y de la eficacia antiterrorista en particular.
Del otro lado del atlántico, llega la noticia de que muchos de los candidatos republicanos a las próximas elecciones en Estados Unidos defienden el uso del waterboarding, el ahogamiento con agua durante los interrogatorios. Es obvio que la policía alemana no supo ver a terroristas en los enemigos de los emigrantes turcos, como es obvio que los candidatos republicanos no saben ver tortura en esa agua que asfixia a los presuntos terroristas islámicos interrogados. El ojo ve lo que le dejan ver los prejuicios.
Con un sistema electoral concebido para discriminar a los ciudadanos, cada elección se convierte en un chantaje. Las fuerzas mayoritarias obtienen más diputados de los que proporcionalmente correspondería a sus votos, mientras que las minoritarias de nivel estatal logran en proporción menos de los que deberían. Así, el voto a una fuerza minoritaria como IU se presenta como inútil o, aún peor, como una manera de debilitar a la fuerza mayoritaria más cercana ideológicamente.
Por eso el PSOE no se cansa de pedir el voto útil, haciendo de la discriminación virtud. Sin embargo, por una vez y paradójicamente, llevan razón. Existe un voto útil, pero no es el que ellos piden. Votar a una fuerza minoritaria, que tenga base electoral, pero votar. Ese es el secreto para impedir o, al menos, limitar una mayoría aplastante. Lo único que asegura la mayoría absoluta del PP es que la izquierda se quede en casa el día de las elecciones.
Berlusconi ha dimitido. Punto final a una historia vergonzosa. Años de degradación de la democracia, de vulgaridad y estupidez, de manipulación y corrupción. Es inevitable sentirse satisfecho y, sin embargo, ¿por qué esta sensación ingrata de que en el fondo nada ha cambiado?
Guste o no, Berlusconi fue elegido en votación por el pueblo italiano (prueba de que los pueblos también se equivocan). Un producto aberrante de la democracia, si se quiere, pero producto democrático al fin. Ahora no es el pueblo italiano quien lo saca del poder sino los mercados. Bien está que se vaya, Italia sería mejor si lo hubiera hecho mucho antes, pero el problema es que el juego del poder empieza a dirimirse fuera del ámbito que le corresponde: el de las elecciones. Igual que acaba de pasar en Grecia. Los mercados pervierten el sistema e Italia se libra de Berlusconi aprobando unas medidas económicas injustas que dejan un sabor agridulce.
Como un sueño. En Lisboa se han reunido Paul Auster, J.M. Coetzee, Don DeLillo y Siri Hustvedt. Un poker literario irrepetible. La sala se llenó a reventar y muchos se quedaron fuera, frustrados por perderse un encuentro de tintes legendarios. Cada autor leyó durante 15 minutos un texto y el acto se clausuró sin debate ni preguntas del público. ¡Qué extraña sensación!
Nunca se ha leído ni se han publicado tantos libros como ahora. Y, sin embargo, hay algo errado, algo no cuadra. La literatura convertida también en espectáculo se desangra en palabras para nada. Voces que leen, oídos ansiosos y un muro de cristal que los separa. Los mismos títulos en todas las librerías, repetidos mil veces (imitados otras tantas). Y autores que arrastran su amor por la escritura ante la indiferencia de editores que no los ven rentables. Y grandes, grandísimos autores, que llegan, leen y, sin quererlo, dan testimonio de nuestra derrota.
En dialecto romañolo la palabra Amarcord significa “me acuerdo”. Así tituló Fellini el filme sobre su infancia bajo el fascismo. La voluntad de recordar. Tan necesaria. Hoy que las encuestas anuncian la llegada al gobierno español del Partido Popular, yo también amarcord.
Recuerdo a Rajoy diciendo el 11-M que tenía “la certeza moral de que ha sido ETA”. Y al apoyo del PP a la delirante teoría de la conexión ETA-Al Qaeda. Los zapatos de Aznar sobre la mesa tras decidir la guerra del Golfo. La acusación a Zapatero de “traicionar a los muertos” por hablar con ETA. El uso del terrorismo para desgastar al gobierno. Las diatribas contra el matrimonio homosexual. La sumisión a los obispos. La negación de cualquier apoyo al gobierno en plena crisis. Y la catarata de insultos con que sus escribanos mediáticos han cubierto a quienes discrepan de ellos. Esos fanáticos son quienes pueden llegar al gobierno, si logran que se olvide.
El informe del OIEA dice que Irán puede hacerse con armas atómicas, y el gobierno de Israel y las diplomacias inglesa y estadounidense colocan ya a ese país en la diana de un ataque militar. Sin que nadie recuerde que admitir que había que convivir con un adversario atómicamente armado fue lo que evitó, en la guerra fría, el holocausto nuclear, ni se escandalice por el “casual” hecho de que sean los países que tienen la letra P (de petróleo) los que suelen sufrir los rigores de los justicieros internacionales. Esos que, como escribió Cervantes en El Quijote, “donde quiera que están traen el infierno consigo”.
Porque al infierno de la guerra de los presuntos bienintencionados no se arroja sólo a pecadores sino a millones de inocentes. Y, para colmo, los empedradores de este camino infernal cuentan con la inestimable ayuda de las autoridades iraníes, que responden a las amenazas con bravuconadas y diatribas antisemitas.
Como en una de esas pesadillas en las que cada uno de nuestros movimientos se demora y nos arrastramos lentamente mientras el peligro se nos viene encima, así la salida de Berlusconi del gobierno de Italia se prolonga absurdamente mientras su país se hunde en la crisis.
Toda vida es una narración y la vida política del todavía primer ministro italiano tiene un mal final. La acción se demora innecesariamente y el protagonista ha dejado de interesar al lector, que sólo tiene ganas de que se acabe de una vez el relato. De héroe neoliberal a patética caricatura, en Berlusconi se resume lo peor de una época: la concentración indecente de poder político, económico y mediático como forma de corrupción de la democracia. En España, la palabra pena significa tristeza. En parte de la América Latina poblada por emigrantes italianos significa también vergüenza. La milonga chusca de Berlusconi llega a su fin y se va sin pena ni gloria.
Qué cabronas, las palabras. Tan necesarias, tan omnipresentes. Tan pretenciosas, arrogándose la capacidad de nombrar el mundo. Uno vive con ellas, de ellas y para ellas. A veces, nos deslumbran al tornar visible lo que no veíamos. Focos de luz que hacen la existencia más grande, que empujan las sombras un poco más allá, haciendo retroceder al miedo, y nos consuelan.
Pero otras veces nos enredan, nos conducen hasta el borde del abismo y allí nos susurran: sólo un pasito más. Palabras embaucadoras en los debates televisivos de candidatos tahúres, esos que juegan siempre con las cartas marcadas. Palabras hipócritas que se disfrazan de verdades para mentir más y mejor y proclaman la existencia de armas de destrucción que no existen o la necesidad de atacar naciones por una sospecha. Claro que la sospecha es certeza en quien se ha convencido de ser medida de todas las cosas. Qué cabronas, las palabras. ¿O seremos nosotros?
Si la capacidad del escritor de ser uno y muchos le permite nombrar la verdad a través de sus ficciones, difícilmente podrá hallarse un autor que exprese mejor esa potencialidad que Mario Vargas Llosa. Por eso resulta extraño que ese mismo gran buscador de la verdad del alma humana defienda en la prensa un dogmatismo liberal impermeable a la evidencia.
Tras años de cantar las virtudes del mercado, cuando éste arrastra al mundo a una crisis catastrófica, echa la culpa a los errores de Zapatero y añora el desarrollo económico del gobierno de… ¡Aznar! Como si aquel modelo no fuera precisamente el que está en crisis. Los escritores comunistas de los 50 achacaban las denuncias contra el estalinismo a la propaganda enemiga, los paladines de los mercados se empeñan hoy en demonizar a quienes se indignan. Una contradicción muy literaria: el Dr. Vargas nos deslumbra con su literatura y Mr. Llosa nos apena con su miopía política.